miércoles, 23 de octubre de 2013

Perra

Un cielo crepuscular, la armonía de saber que siempre puede volver a amanecer, de que siempre existirán las rosas y los demás colores. Las nubes de aceite sobre la pantalla a la que llamamos cielo, esa materia inexacta, desconocida para nosotros. Y todos queremos volar, para convertirnos en gaviotas, mas no somos otra cosa que seres terrestres e inventamos aviones y cometas para llegar a tocar a Febo, no sabemos si es verdadera esa teoría de que el fuego quema.


El cigarrillo estaba calado hasta la mitad, la copa vacía y el sueño fuerte, agarrado como una llaga. En su asombro ya se habían vaciado algunas butacas y el espectáculo era siempre el mismo. La ira ya no tenía cabida, no existían fieras más tremendas que los recuerdos, que las anécdotas rotas de esperma histórico. Ella rompía con sus manos los gritos como si fueran almendras sacras, rosas rojas pontiacs. Dejó caer su cuerpo en el sofá, estiró las piernas y dió la última calada al tabaco, la sintió efímera y auténtica. Afuera un gordo volaba oliendo a ron seco y los hijos, sus hijos, lo miraban desde un ventanal. Rotas alfombras de fuego, heridas rotundas de aquellos rostros dramáticos y desfigurados. Podría verse todo desde cualquier lugar, pero el mundo decidía mostrarse ciego como un panóptico coreano. Eliza rompía el reloj una vez más, acaso no podía tolerar que todo pasara por aquellas agujas. Se desnudó y caminó meneando las caderas hacia la ducha, en su interior esto le causaba risa. Un Hollywood permanente de nosotros, eso han hecho los cerdos.


El agua corría sobre sus pechos suaves como flores de loto, sobre su piel rosada y tersa, para humedecer de a poco sus piernas poco comunes y terminar como la nada, a sus pies, como muchos hombres hicieron tantas veces. Suspiró y el escaso sonido se mezclaba con el vapor del agua templada, con el olor a plástico de la cortina ¿Cortinas para qué, si al hablar exponemos mucho más que nuestra desnudez? No sentía dolor en aquel momento, no experimentaba duelos internos. Olía el vino y deseaba dejarlo entrar una vez más; como sangre que fluye, como moneda corriente. En su mente una caravana de peces hambrientos se tragaban a mordidas feroces a otros más débiles, música flotando en el espacio, a veces hermosa, otras misteriosa. Todos los colores se enlazaban en un sin fin de especulaciones y cada comensal podía expresar lo que su gusto necesitase. Venían los mozos: Todos bien vestidos para un festín y se desnudaban sonriendo, alguien los coloca en una fuente de plata y ahí, los demás, se comían los torsos con gula. Ella, la gheisha, estaba sentada en un trono y tocaba el arpa, pero el trono estaba colocado en el patíbulo del espectral escenario, entonces ella se largaba a correr y perdía sus ropas en el camino. Los hombres la miraban, pero más la miraban las demás mujeres; todos deseaban aquella carne dulce, de diferentes formas, todos la buscaban en sus sueños. Despertó.


La cama suave la esperaba y era una cita recurrente, casi obvia por aquellos días. Es común  perder al amor. Entonces se dejó arropar por sus sueños otra vez. Y la noche pasaba como la dulzura del azúcar, tan fuerte y tan cruel. Pero esta vez no soñaría, esta noche se dedicaría al abandono de si misma. Después de todo, una perra es lo que es en este mundo. Los demás comen de la fruta cuando quieren, cuando buscan olvidarse de lo que son en verdad ¿En qué verdad?


El sol jugaba entibiando la hierba como cada mañana de septiembre, días antes de la negra primavera. Días antes de que todos se apareen. Así Eliza amaneció y vió como todo se limpiaba de la putrefacción de antes. Los días se jugaban su oportunidad cada vez que podían, se morían con el nacer de las estrellas, que explotaban para asesinarlos, y se curaban despacio con la luna.


El silencio de la mañana le sentía bien, la animaba bastante. Se arrimó a su vestidor y eligió un vestido con flores rojas estampadas, quería sentirse de colores. Su cuerpo desnudo se iba cubriendo lentamente, ¡Si solo supiera que se ve mejor desnuda! Se guiaba por la luz, ya dije que no usaba relojes, que ella no era absurda. Igualmente calculó el tiempo y se dió cuenta de que le quedaba mucho para ser libre. Quiso salir al aire que nos culmina, al espacio al que le temen los oficinistas y los obreros. Porque la noche es refugio de todos, es el único lugar al que podemos recurrir cuando sabemos demasiado y cuando no sabemos nada, es un club público y privado.


El cemento agrio y espeso no le significaba nada, era solo una senda de los hombres, de los industrializados y los anónimos. Caminó por ahí como si la vida fuera una chance extraña y una anécdota para contar después. Sus pies descalzos andaban y no sufrían heridas de ninguna clase. Respiró despacio y profundo. Vió a los chicos hamacarse y a los perros buscar la sombra; a la sombra protegiendo perros y a las hamacas jugando con los chicos en un vai ven de hermosura. Encendió un cigarrillo y su cuerpo descansaba en un banco de aquel parque una vez más. La brisa cruzaba su pelo negro y sentía respeto de sus ojos marrones, de su mirada intensa. Un ciclo fantástico, un momento para guardar. Si tan solo alguien pudiera amarla de verdad, los dos hubieran sacado fotografías de aquel momento, reirían de cualquier cosa, fumarían cigarrillos entre las flores - ahora ella fumaba sola. - y luego, cuando la noche dé la vuelta de ese viaje circular, los dos irían al lecho de amores y sombras. Circulos.


La puerta de su casa, un solo paso y estaría allí otra vez.


Un libro reposaba en la mesa; la radio andando sola otra vez, sin nadie que la escuchara, igual que a ella, y ahora si: El tiempo.


Humo de tabaco por el aire, mezclado al perfume del licor y las risas falsas de hombres adinerados. Hembras hermanas paseando desnudas con la risa rota pero fijada a sus rostros llenos de dolor. El menú nauseabundo era la única opción, los ojos recorriendo sus hermosas piernas como si fueran mercancía vacuna. El rock and Flor estremecía los muros, el barro en las suelas de las que recién llegaban y aquel demonio gritando tan furioso como ambicioso. Urnas repletas de reclamos y orgasmos sucios de ayer y de hoy. La mesa llena de polvo, el corazó hecho oyín y todo, absolutamente todo, en la ruina de la noche.


Se quedó parada en medio de todo, escuchando voces de todos lados, padeciendo una vez más la prisa, el tiempo, las puñaladas.


Vidrios rotos en derredor, el recuerdo de las hamacas meciéndose tempranas, "Perra" sonaba como en sus sueños. Visiones imperfectas y siniestras. Los ídolos y los caidos, los vacíos espacios de la multitud. Eliza no era Eliza en ese lugar, era La Perra.


Miró su cuerpo y el vestido había sido reemplazado por traje morboso.


El jadeo de un soberano del jarabe retumbaba en sus oidos y su piel se llenaba de saliba lasciva, de ácido corrosivo, de frustración. Ella se movía según la orden de aquel esperpento, según la espada del maldito rey. Cuando había un vacío en la visión del rey cerdo, ella cerraba los ojos, no por placer, sino por pena. Antes de la hora, volvía a ponerse las botas, tomaría un trago y volvería a entrar. Todo en la noche, en la cruel noche de una perra.



NINGUNA MUJER NACE PROSTITUTA. - SIN CLIENTES NO HAY TRATA. DIFUNDE EL MENSAJE.


jueves, 17 de octubre de 2013

Dos Buddhas de fuego y mucha cerveza

Entonces estàban ahì: Martin Cahais y su amigo Abel. Les habìan traìdo ya la cuarta cerveza cuando conversàban de cosas sin sentido, pero sin sentido para el mundo, no para ellos, aunque uno nunca sabe cuando decir "Esto tiene sentido, esto no." Simplemente porque todos somos una especie de neuròticos.

- Despuès de lo que me decìs. - Abel dudaba còmo seguir la frase, siempre le habìa costado dialogar con fluidez, pero ahora con toda esa cerveza en su cabeza, el trabajo le costaba el doble. - Deberìa matarte. Supongo que te das cuenta...
- Y yo supongo que sabès que no me voy a dejar matar asì de simple.

En realidad ninguno sabìa por què Abel amenazaba a Cahais. De pronto Abel gritò: <<!Traiga otra, señorita¡
La camarera se acercò. Tenìa el traje color rosa chicle algo gastado y una cinta le cubrìa las caderas para luego terminar con un moño por detràs. <<¿Ustedes traen para pagar todo esto? - preguntò la chica. - No quiero tener problemas con el dueño.  Cahais soltò su voz como si fuera un trueno de salòn.

- Tengo para pagar todo el local ¿Creès que soy un empleado sin dinero? - En realidad lo era. - ¡Disfrùtelo, señorita!. - Dijo Cahais y dejò en la mesa un rollo de billetes. Al rato la mujer les trajo otra botella.

Ahora los dos hablaban de la iluminaciòn y del Zen. En cierto modo los dos se sentìan una especie de Buddhas Urbanos.
Abel era el menos instruìdo en la materia.
- ¿Cuàl es el sonido de una sola mano que aplaude?. - Querìa demostrar que leyò algunos de los libros sobre budismo, aunque eran los màs bàsicos del mercado. Los habìa comprado en una tienda de descuentos.
- ¡No me vengas con eso! El conocimiento es mucho màs profundo que eso. La Vida es el camino, V-I-D-A. - Pronunciaba abriendo los ojos como si con eso la palabra sonara màs fuerte. - Puedo demostrarte todo si llegamos hasta el àrbol.
- ¿El àrbol? Son esas cosas absurdas otra vez. "El camino del àrbol", me suena a algo estupido.

Viajaban en el auto de Cahais. Abel se habìa recostado en el asiento, los pies apoyados en el tablero del vehìculo. El otro conducìa y se mantenìa en silencio, la mirada firme y una leve sonrisa sarcàstica en su rostro mal afeitado. Siempre sonreìa de ese modo, tal vez porque vivìa con el sarcasmo como si fuera una llaga horrible.

- Asì que... - Volviò a vacilar Abel. - Un àrbol.

Cahais no respondìa.

- Un àrbol... - Repetìa Abel varias veces para si mismo.

Las casas y los edificios iban desapareciendo y los reemplazaban esos carteles publicitarios enormes, los cableados interminables, àrboles gigantes como bestias prehistòricas y campos tan extensos que el ojo humano no comprende. Por ùltimo, la ruta, la inmensa ruta. Podrìa creerse que la ruta y sus componentes fue hecha por Eurimedonte cuando gobernò en este paìs, tal vez esas hayan sido sus ùnicas obras.

De pronto Cahais se detuvo.

- Necesito descansar... llevo una hora manejando. - Era a primera vez que decìa algo desde que los dos subieron al auto.
- ¿Acà? ¿En la ruta?
- Conozco a una mujer que vive en un pueblo, està a unos dos kilòmetros ¿Què te parece? Todavìa falta màs de la mitad del camino para llegar al àrbol.
- Creo que me estàs proponiendo ir a un cabaret...
- ¡Hombre, eso ya pasò! - Se quejò Martin.

Con el mismo silencio de antes, Cahais manejò su auto hasta llegar a una casa bastante distinguida en comparaciòn al resto. Habìa un portòn ostentoso, incluso màs que el jardìn lleno de jazmines. Cruzaron el portòn, que a Abel le pareciò una especie de portal sacro, y llamaron a la puerta. Los recibiò una mujer en silla de ruedas: Buen aspecto, ojos grandes y atractivos, el pelo rojizo; de unos cuarentaidos años. Entraron, la mujer los invitò a sentarse y pronto trajo una botella de vino y tres vasos perfectamente limpios.

- Veo que seguìs recibiendo bien a las visitas...

La mujer le guiño un ojo.

- Como siempre.

Entonces hablaban y, segùn se vaciaban las botellas, - A esa altura, ya no solo era vino, sino que estàban tomandose todo lo que habìa en la casa: Ron, Vodka, cerveza. - la conversaciòn tomaba rumbos extraños, a veces sombrìos, otras veces florales, corales, hermosos, desastrozos. Los dos Buddhas seguìan en su plan de sentirse dos grandes maestros.

- ¿Sabès, Abel? - Pronunciò Cahais. - No sos un Buddha todavìa, sos un capullo, un aprendiz, hasta que veas al àrbol.

Lo interrumpiò la mujer.

- Bueno, chicos... necesito ir al baño. Supongo que alguno va a ayudarme.

- Podrìas hacer como cuando estàs sola. - Sugiriò Abel. Cahais le respondiò como si le estuviera dando una lecciòn.

- No seas asì, amigo, acompañala.

Asì que el tipo tuvo que ir con la mujer al baño. <<Yo entro primero>> Le dijo ella y èl le abriò la puerta, era todo un caballero, aùn en el pèsimo estado en el que estaba. A un costado del inodoro habìa un pòster que retrataba a una pareja en pleno acto sexual. Cuando le preguntò por què tenìa una imàgen asì justo en el baño, ella le contestò que era pra masturbarse.

- Creo que ya terminè. Tomàmos bastante ¿Verdad?

Abel se habìa estado mojàndo la cabeza para refrescarse mientras la mujer orinaba.

- Me siento algo mareado. - Le dijo mientras la ayudaba a subir a la silla nuevamente. - Por cierto ¿Còmo es tu nombre?
- Kassandra. - Dijo con una voz seductora como la de las loutoras de radio. Su mirada recorriò por completo al tipo que se habìa sentido atraìdo.

Intentò abrir la puerta para llevarla al cuarto y hacer lo que tenìan que hacer, pero la supuesta Kassandra se lo impidiò.

- Acà mismo. - Ordenò ella y abriò las piernas...

Cahais estaba tomando un cafè y fumaba entre meditabundo y mareado. Tal vez pensaba en demonios o en un colibrì. Decidiò irse al auto y esperar allì a su compañero. Una hora màs tarde, Abel estaba sentado a su lado.

-¿Descubriste algo?

- Que algunas sillas de ruedas... algunas sillas de ruedas son pura excentricidad. - Y no perdìa el asombro de las cosas que esa mujer podìa hacer. Incluso le sorprendiò màs que aquella farsa de la silla de ruedas.

Ambos reìan mientras la ruta y su inmenso silencio volvìan a aparecer.

La noche gobernaba plenamente. Los grillos era apenas audibles por el ruido del motor y los paisajes parecìan narrar historias de fantasmas y perros degenerados. Y el auto comenzò a arder en llamas. Literalmente, el auto estaba prendido fuego, como Febo allà en la otra inmensidad. Los dos reìan, contàban anècdotas, fumaban. Estàban en calma, eran conscientes de lo que sucedìa, pero estàban en calma y a ninguno de los dos se les ocurriò pronunciar palabra alguno sobre el luminoso fuego que alumbraba aquella ruta acaso interminable. Cahais se detuvo otra vez.

- ¿Lo ves?

A la izquiera, un àrbol era iluminado por las llamas.

- Lo veo... - Dijo Abel. Y ahì comprendiò todo.

martes, 15 de octubre de 2013

Tarro lleno de mierda

Te percibo en relatos que nunca leí


Leo tu vida en sueños absurdos, en melancolicas noches junto al cine de la irreal realidad, me desvelo por nada.



En el regazo de la vida es en donde me quiero refugiar, pero no encuentro nada ahí... En ningún lugar encuentro algo que me acompañe... Nada.



Y es porque imagino que respiro, las flechas apuntan directamente sobre mi pecho ¿Las imagino yo? ¿Serán reales? No hay modo de saberlo, no lo hay.



Sombría fotografía que guardo en el cajón. Te tiene a vos, me tiene a mi, retrata al espacio, al aire, en ella se guardan partes del todo... Nos tiene como presos; la vemos, engañados, como un recuerdo... ¿Será así lo que yo digo?