Un cielo crepuscular, la armonía de saber que siempre puede volver a amanecer, de que siempre existirán las rosas y los demás colores. Las nubes de aceite sobre la pantalla a la que llamamos cielo, esa materia inexacta, desconocida para nosotros. Y todos queremos volar, para convertirnos en gaviotas, mas no somos otra cosa que seres terrestres e inventamos aviones y cometas para llegar a tocar a Febo, no sabemos si es verdadera esa teoría de que el fuego quema.
El cigarrillo estaba calado hasta la mitad, la copa vacía y el sueño fuerte, agarrado como una llaga. En su asombro ya se habían vaciado algunas butacas y el espectáculo era siempre el mismo. La ira ya no tenía cabida, no existían fieras más tremendas que los recuerdos, que las anécdotas rotas de esperma histórico. Ella rompía con sus manos los gritos como si fueran almendras sacras, rosas rojas pontiacs. Dejó caer su cuerpo en el sofá, estiró las piernas y dió la última calada al tabaco, la sintió efímera y auténtica. Afuera un gordo volaba oliendo a ron seco y los hijos, sus hijos, lo miraban desde un ventanal. Rotas alfombras de fuego, heridas rotundas de aquellos rostros dramáticos y desfigurados. Podría verse todo desde cualquier lugar, pero el mundo decidía mostrarse ciego como un panóptico coreano. Eliza rompía el reloj una vez más, acaso no podía tolerar que todo pasara por aquellas agujas. Se desnudó y caminó meneando las caderas hacia la ducha, en su interior esto le causaba risa. Un Hollywood permanente de nosotros, eso han hecho los cerdos.
El agua corría sobre sus pechos suaves como flores de loto, sobre su piel rosada y tersa, para humedecer de a poco sus piernas poco comunes y terminar como la nada, a sus pies, como muchos hombres hicieron tantas veces. Suspiró y el escaso sonido se mezclaba con el vapor del agua templada, con el olor a plástico de la cortina ¿Cortinas para qué, si al hablar exponemos mucho más que nuestra desnudez? No sentía dolor en aquel momento, no experimentaba duelos internos. Olía el vino y deseaba dejarlo entrar una vez más; como sangre que fluye, como moneda corriente. En su mente una caravana de peces hambrientos se tragaban a mordidas feroces a otros más débiles, música flotando en el espacio, a veces hermosa, otras misteriosa. Todos los colores se enlazaban en un sin fin de especulaciones y cada comensal podía expresar lo que su gusto necesitase. Venían los mozos: Todos bien vestidos para un festín y se desnudaban sonriendo, alguien los coloca en una fuente de plata y ahí, los demás, se comían los torsos con gula. Ella, la gheisha, estaba sentada en un trono y tocaba el arpa, pero el trono estaba colocado en el patíbulo del espectral escenario, entonces ella se largaba a correr y perdía sus ropas en el camino. Los hombres la miraban, pero más la miraban las demás mujeres; todos deseaban aquella carne dulce, de diferentes formas, todos la buscaban en sus sueños. Despertó.
La cama suave la esperaba y era una cita recurrente, casi obvia por aquellos días. Es común perder al amor. Entonces se dejó arropar por sus sueños otra vez. Y la noche pasaba como la dulzura del azúcar, tan fuerte y tan cruel. Pero esta vez no soñaría, esta noche se dedicaría al abandono de si misma. Después de todo, una perra es lo que es en este mundo. Los demás comen de la fruta cuando quieren, cuando buscan olvidarse de lo que son en verdad ¿En qué verdad?
El sol jugaba entibiando la hierba como cada mañana de septiembre, días antes de la negra primavera. Días antes de que todos se apareen. Así Eliza amaneció y vió como todo se limpiaba de la putrefacción de antes. Los días se jugaban su oportunidad cada vez que podían, se morían con el nacer de las estrellas, que explotaban para asesinarlos, y se curaban despacio con la luna.
El silencio de la mañana le sentía bien, la animaba bastante. Se arrimó a su vestidor y eligió un vestido con flores rojas estampadas, quería sentirse de colores. Su cuerpo desnudo se iba cubriendo lentamente, ¡Si solo supiera que se ve mejor desnuda! Se guiaba por la luz, ya dije que no usaba relojes, que ella no era absurda. Igualmente calculó el tiempo y se dió cuenta de que le quedaba mucho para ser libre. Quiso salir al aire que nos culmina, al espacio al que le temen los oficinistas y los obreros. Porque la noche es refugio de todos, es el único lugar al que podemos recurrir cuando sabemos demasiado y cuando no sabemos nada, es un club público y privado.
El cemento agrio y espeso no le significaba nada, era solo una senda de los hombres, de los industrializados y los anónimos. Caminó por ahí como si la vida fuera una chance extraña y una anécdota para contar después. Sus pies descalzos andaban y no sufrían heridas de ninguna clase. Respiró despacio y profundo. Vió a los chicos hamacarse y a los perros buscar la sombra; a la sombra protegiendo perros y a las hamacas jugando con los chicos en un vai ven de hermosura. Encendió un cigarrillo y su cuerpo descansaba en un banco de aquel parque una vez más. La brisa cruzaba su pelo negro y sentía respeto de sus ojos marrones, de su mirada intensa. Un ciclo fantástico, un momento para guardar. Si tan solo alguien pudiera amarla de verdad, los dos hubieran sacado fotografías de aquel momento, reirían de cualquier cosa, fumarían cigarrillos entre las flores - ahora ella fumaba sola. - y luego, cuando la noche dé la vuelta de ese viaje circular, los dos irían al lecho de amores y sombras. Circulos.
La puerta de su casa, un solo paso y estaría allí otra vez.
Un libro reposaba en la mesa; la radio andando sola otra vez, sin nadie que la escuchara, igual que a ella, y ahora si: El tiempo.
Humo de tabaco por el aire, mezclado al perfume del licor y las risas falsas de hombres adinerados. Hembras hermanas paseando desnudas con la risa rota pero fijada a sus rostros llenos de dolor. El menú nauseabundo era la única opción, los ojos recorriendo sus hermosas piernas como si fueran mercancía vacuna. El rock and Flor estremecía los muros, el barro en las suelas de las que recién llegaban y aquel demonio gritando tan furioso como ambicioso. Urnas repletas de reclamos y orgasmos sucios de ayer y de hoy. La mesa llena de polvo, el corazó hecho oyín y todo, absolutamente todo, en la ruina de la noche.
Se quedó parada en medio de todo, escuchando voces de todos lados, padeciendo una vez más la prisa, el tiempo, las puñaladas.
Vidrios rotos en derredor, el recuerdo de las hamacas meciéndose tempranas, "Perra" sonaba como en sus sueños. Visiones imperfectas y siniestras. Los ídolos y los caidos, los vacíos espacios de la multitud. Eliza no era Eliza en ese lugar, era La Perra.
Miró su cuerpo y el vestido había sido reemplazado por traje morboso.
El jadeo de un soberano del jarabe retumbaba en sus oidos y su piel se llenaba de saliba lasciva, de ácido corrosivo, de frustración. Ella se movía según la orden de aquel esperpento, según la espada del maldito rey. Cuando había un vacío en la visión del rey cerdo, ella cerraba los ojos, no por placer, sino por pena. Antes de la hora, volvía a ponerse las botas, tomaría un trago y volvería a entrar. Todo en la noche, en la cruel noche de una perra.
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