jueves, 17 de octubre de 2013

Dos Buddhas de fuego y mucha cerveza

Entonces estàban ahì: Martin Cahais y su amigo Abel. Les habìan traìdo ya la cuarta cerveza cuando conversàban de cosas sin sentido, pero sin sentido para el mundo, no para ellos, aunque uno nunca sabe cuando decir "Esto tiene sentido, esto no." Simplemente porque todos somos una especie de neuròticos.

- Despuès de lo que me decìs. - Abel dudaba còmo seguir la frase, siempre le habìa costado dialogar con fluidez, pero ahora con toda esa cerveza en su cabeza, el trabajo le costaba el doble. - Deberìa matarte. Supongo que te das cuenta...
- Y yo supongo que sabès que no me voy a dejar matar asì de simple.

En realidad ninguno sabìa por què Abel amenazaba a Cahais. De pronto Abel gritò: <<!Traiga otra, señorita¡
La camarera se acercò. Tenìa el traje color rosa chicle algo gastado y una cinta le cubrìa las caderas para luego terminar con un moño por detràs. <<¿Ustedes traen para pagar todo esto? - preguntò la chica. - No quiero tener problemas con el dueño.  Cahais soltò su voz como si fuera un trueno de salòn.

- Tengo para pagar todo el local ¿Creès que soy un empleado sin dinero? - En realidad lo era. - ¡Disfrùtelo, señorita!. - Dijo Cahais y dejò en la mesa un rollo de billetes. Al rato la mujer les trajo otra botella.

Ahora los dos hablaban de la iluminaciòn y del Zen. En cierto modo los dos se sentìan una especie de Buddhas Urbanos.
Abel era el menos instruìdo en la materia.
- ¿Cuàl es el sonido de una sola mano que aplaude?. - Querìa demostrar que leyò algunos de los libros sobre budismo, aunque eran los màs bàsicos del mercado. Los habìa comprado en una tienda de descuentos.
- ¡No me vengas con eso! El conocimiento es mucho màs profundo que eso. La Vida es el camino, V-I-D-A. - Pronunciaba abriendo los ojos como si con eso la palabra sonara màs fuerte. - Puedo demostrarte todo si llegamos hasta el àrbol.
- ¿El àrbol? Son esas cosas absurdas otra vez. "El camino del àrbol", me suena a algo estupido.

Viajaban en el auto de Cahais. Abel se habìa recostado en el asiento, los pies apoyados en el tablero del vehìculo. El otro conducìa y se mantenìa en silencio, la mirada firme y una leve sonrisa sarcàstica en su rostro mal afeitado. Siempre sonreìa de ese modo, tal vez porque vivìa con el sarcasmo como si fuera una llaga horrible.

- Asì que... - Volviò a vacilar Abel. - Un àrbol.

Cahais no respondìa.

- Un àrbol... - Repetìa Abel varias veces para si mismo.

Las casas y los edificios iban desapareciendo y los reemplazaban esos carteles publicitarios enormes, los cableados interminables, àrboles gigantes como bestias prehistòricas y campos tan extensos que el ojo humano no comprende. Por ùltimo, la ruta, la inmensa ruta. Podrìa creerse que la ruta y sus componentes fue hecha por Eurimedonte cuando gobernò en este paìs, tal vez esas hayan sido sus ùnicas obras.

De pronto Cahais se detuvo.

- Necesito descansar... llevo una hora manejando. - Era a primera vez que decìa algo desde que los dos subieron al auto.
- ¿Acà? ¿En la ruta?
- Conozco a una mujer que vive en un pueblo, està a unos dos kilòmetros ¿Què te parece? Todavìa falta màs de la mitad del camino para llegar al àrbol.
- Creo que me estàs proponiendo ir a un cabaret...
- ¡Hombre, eso ya pasò! - Se quejò Martin.

Con el mismo silencio de antes, Cahais manejò su auto hasta llegar a una casa bastante distinguida en comparaciòn al resto. Habìa un portòn ostentoso, incluso màs que el jardìn lleno de jazmines. Cruzaron el portòn, que a Abel le pareciò una especie de portal sacro, y llamaron a la puerta. Los recibiò una mujer en silla de ruedas: Buen aspecto, ojos grandes y atractivos, el pelo rojizo; de unos cuarentaidos años. Entraron, la mujer los invitò a sentarse y pronto trajo una botella de vino y tres vasos perfectamente limpios.

- Veo que seguìs recibiendo bien a las visitas...

La mujer le guiño un ojo.

- Como siempre.

Entonces hablaban y, segùn se vaciaban las botellas, - A esa altura, ya no solo era vino, sino que estàban tomandose todo lo que habìa en la casa: Ron, Vodka, cerveza. - la conversaciòn tomaba rumbos extraños, a veces sombrìos, otras veces florales, corales, hermosos, desastrozos. Los dos Buddhas seguìan en su plan de sentirse dos grandes maestros.

- ¿Sabès, Abel? - Pronunciò Cahais. - No sos un Buddha todavìa, sos un capullo, un aprendiz, hasta que veas al àrbol.

Lo interrumpiò la mujer.

- Bueno, chicos... necesito ir al baño. Supongo que alguno va a ayudarme.

- Podrìas hacer como cuando estàs sola. - Sugiriò Abel. Cahais le respondiò como si le estuviera dando una lecciòn.

- No seas asì, amigo, acompañala.

Asì que el tipo tuvo que ir con la mujer al baño. <<Yo entro primero>> Le dijo ella y èl le abriò la puerta, era todo un caballero, aùn en el pèsimo estado en el que estaba. A un costado del inodoro habìa un pòster que retrataba a una pareja en pleno acto sexual. Cuando le preguntò por què tenìa una imàgen asì justo en el baño, ella le contestò que era pra masturbarse.

- Creo que ya terminè. Tomàmos bastante ¿Verdad?

Abel se habìa estado mojàndo la cabeza para refrescarse mientras la mujer orinaba.

- Me siento algo mareado. - Le dijo mientras la ayudaba a subir a la silla nuevamente. - Por cierto ¿Còmo es tu nombre?
- Kassandra. - Dijo con una voz seductora como la de las loutoras de radio. Su mirada recorriò por completo al tipo que se habìa sentido atraìdo.

Intentò abrir la puerta para llevarla al cuarto y hacer lo que tenìan que hacer, pero la supuesta Kassandra se lo impidiò.

- Acà mismo. - Ordenò ella y abriò las piernas...

Cahais estaba tomando un cafè y fumaba entre meditabundo y mareado. Tal vez pensaba en demonios o en un colibrì. Decidiò irse al auto y esperar allì a su compañero. Una hora màs tarde, Abel estaba sentado a su lado.

-¿Descubriste algo?

- Que algunas sillas de ruedas... algunas sillas de ruedas son pura excentricidad. - Y no perdìa el asombro de las cosas que esa mujer podìa hacer. Incluso le sorprendiò màs que aquella farsa de la silla de ruedas.

Ambos reìan mientras la ruta y su inmenso silencio volvìan a aparecer.

La noche gobernaba plenamente. Los grillos era apenas audibles por el ruido del motor y los paisajes parecìan narrar historias de fantasmas y perros degenerados. Y el auto comenzò a arder en llamas. Literalmente, el auto estaba prendido fuego, como Febo allà en la otra inmensidad. Los dos reìan, contàban anècdotas, fumaban. Estàban en calma, eran conscientes de lo que sucedìa, pero estàban en calma y a ninguno de los dos se les ocurriò pronunciar palabra alguno sobre el luminoso fuego que alumbraba aquella ruta acaso interminable. Cahais se detuvo otra vez.

- ¿Lo ves?

A la izquiera, un àrbol era iluminado por las llamas.

- Lo veo... - Dijo Abel. Y ahì comprendiò todo.

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