En los campos veo a las flores,
y es irónico que sea un jarrón en un living
su lecho de muerte.
y es irónico que sea un jarrón en un living
su lecho de muerte.
Las únicas mujeres que amé en toda mi vida fueron dos: Rocío y Anabella. A la primera la conocí en un bar de Buenos Aires. Su cabello oscuro, sus ojos profundos y llenos de un misterio seductor, Ana llegó a mi vida dos años después de que Rocío me dijera adiós. Ambos romances fueron cuestión de algunos meses, épocas realmente hermosas de mi vida, lo único hermoso que
tuve alguna vez. Creo que fracasé con las dos por las mismas razones; mi indecisión, mi incompetencia para progresar económicamente, mi sensibilidad mal usada. Las dos me dijeron adiós en menos de un año, y los lapsos de soledad fueron llenados con frecuentes visitas al cabaret, tabaco y alcohol. Todo un tipo absurdo. Mi vida se convirtió dos veces en un tornado salvaje, lleno de soledad y excesos con los cuales intenté tapar los pozos de mi alma, que se había convertido en un infierno de derrotas. Me pasaba el día leyendo tirado en un sofá, deshecho, solo y perdido; por las noches, cuando el sol ya se había escondido y la luna mostraba la luz de su culo, me transformaba en el idiota de los bares, un millonario sin dinero que gastaba su salud en la vida nocturna.
Rocío se fue en el otoño del 96´, en la primavera del 98' conocí a Anabella y se fue también en el verano de ese mismo año. Para el dos mil dos me decidí a buscar a Rocío, pero encontré la nueva casa de Ana en el dos mil tres. Pasaba por allí dos o tres veces al día, tratando de encontrarla, hasta que una noche me quedé parado en esa esquina para esperarla. La vi y apenas si podía creerlo, allí estaba ella, Anabella, con su cabello dorado y el rostro intacto. Nos quedamos en silencio, creí que estaba asustada, entonces le hablé para que no sienta temor hacia mí:
- Hola, Ana ¿Cómo estás? Ha pasado mucho tiempo ¿No?
- ¿Qué haces acá?
- Te estuve buscando, necesitaba verte. Te extraño.
- Ya terminó todo y lo sabes.
- Pero es que no puedo más.
Y sin decir otra cosa más, Ana me invitó a pasar. Me sirvió un trago, encendió un cigarrillo y lo fumó hasta un poco más de la mitad antes de hablarme o dejarme hablar.
- ¿Qué estuviste haciendo en este tiempo?
Tomé un trago de vodka, la miré fijo, encendí un cigarrillo y la volví a mirar.
- No mucho. - contesté mientras exhalaba una bocanada enorme de humo.
Se acercó a mí, me pasó sus suaves dedos por la cara y luego me besó como si nunca nos hubiésemos separado. Sentí sus húmedos labios y una dulzura excitante se perpetuó en mí como las espinas en las rosas son perpetuas, y son crueles, mas si uno las saca, el tallo quedará siempre herido y débil. La tomé de la cintura y la apreté contra mí, aún recordaba su calor - siempre lo soñaba, cada noche revivía su pasión en sueños - todavía encajaban perfectamente sus curvas en mi cuerpo; nos fuimos desnudando mientras nos dirigíamos a la habitación. Yo sentía hervir mi sangre y la espesura al galope trataba de huir. Ana se levantó de la cama, me acercó mi camisa y
me dijo:
- Hoy no, está a punto de llegar mi pareja. Es mejor que te vayas pronto.
Y yo me fui.
Nunca supe a cuál de las dos amé más. Creo que las amaba de maneras diferente, cada una tenía su propio encanto. Rocío se mostraba más fuerte de lo que era en realidad, mas sabía yo que en su interior buscaba un refugio sagrado, que yo nunca pude darle. Ana era más osada, se esmeraba en seducirme cada día y lo lograba cada vez más. Esas dos mujeres, mis dos flores, me daban lo que siempre había necesitado.
Resolví que lo más sano sería dejar de ver a Ana, así que me acerqué a Cristina, una chica que siempre había estado enamorada de mí. En cuestión de seis meses ya teníamos fecha de casamiento, alquilábamos un departamento en el centro de la ciudad y teníamos citas con sus huecas amistades de mentes estériles. Solíamos retratarnos con mi cámara en cada paseo quedábamos, así que teníamos una foto de enamorados en varios parques, en el puerto, el zoológico y hasta el cementerio, en donde Cris acudía cada mes a visitar a la tumba de su medio hermano Máximo.
Un domingo, pasadas las doce de la noche, sonó el teléfono, era Anabella.
- Necesito que vengas.
- No puedo, me encantaría pero no puedo ¿Cómo conseguiste mi número?
- Eso no importa, vení.
Y yo fui.
La noche estaba helada pero poco me importaba, yo caminaba a la velocidad que se movían las hojas, empujadas por un débil viento del sur que empujaba mi espalda como alentándome a pecar una vez más. Toqué timbre y Ana abrió la puerta sin hacerme esperar. Lucía un vestido azul que apenas llegaba a sus muslos, unos tacones negros y su luz imposible, majestuosa y sensual. Me hizo pasar y antes de que pueda tomar asiento ya me había servido un trago.
- Vos sabés que no estoy sola, que vivo con alguien a quien amo, pero sabés también que no puedo olvidarte, nunca he podido olvidarte... me seguís gustando como antes.
Sus ojos escondían algo, recién ahora, al recordar ese momento es que lo advierto. En aquel momento la ansiedad, la sorpresa y la excitación me cegaban completamente.
- Por lo de aquella vez, Ana, creo que algo queda entre nosotros ¿verdad?
No me contestó ni siquiera con la mirada, se levantó de un salto y se metió en su habitación.
Hubiese corrido detrás suyo si no hubiera escuchado el sonido de la llave cuando cerró la puerta. Entonces me serví de una botella de whisky que había sobre una mesita, me bebí media botella en esa media hora, fumé de sus cigarrillos y traté de disimular mi mareo por si ella decidía salir. No sé por qué me quedé allí sentado, supongo que estaba loco por ella... si, estaba loco por ella.
Una voz me llamaba, era la voz de Ana "Vení, está abierto." Me levanté dando tumbos contra la pared hasta que logré estabilizarme y caminar recto hasta la habitación, abrí la puerta y las vi, Rocío y Anabella semi desnudas, sobando sus cuerpos entre si mientras me miraban de manera encantadora ¡Mis dos mujeres hermosas estaban allí, estaban juntas y me invitaban a su paraíso de fuego! traté de despejar mi mente para comprobar si no alucinaba, efecto del alcohol, pero era real, tan real como mi propia piel, que tomaba temperatura al ver a aquellos cuerpos hermosos bailar juntos, casi sin despegarse. La miré a Rocío.
- ¿Qué hacés acá? Nunca supe que se conocían...
- Nos buscamos la una a la otra. Como no podíamos olvidarte ni volver con vos, decidimos reemplazarte con lo que más amaste en tu vida.
La dulce voz de Rocío no había cambiado para nada, a ella no le afectaba el cigarrillo como a Ana. Aquella voz me aclaraba los recuerdos que guardaba sobre ella, que aún hoy guardo, y que se habían gastado con el tiempo.
- ¿No vas a venir? - preguntó Ana - Vamos.
Mi camisa pareció consumirse con el ardor de mi cuerpo, me dejé caer a mis deseos y al instante sentí las lenguas filosas de aquellas doncellas serpiente sobre mi cuerpo, como si quisieran deshacerme con su saliva. Apreté sus muslos, les humedecí los labios y probé de aquella acidez de la que me convidaban deseosas. Hicimos el amor, el amor furioso, una guerra, una tregua, un cielo y el infierno; y a la par de los jadeos me llegaban recuerdos de ambas mujeres, momentos que jamás cambiaría por nada ¿volvería a vivirlos, ahora con las dos juntas? Cuando todo acabó, caí
rendido entre las sábanas revueltas y me dormí profundamente.
Supongo que debí habérmelo imaginado antes, que algo tan hermoso pocas veces puede
suceder, pero fue hasta que desperté y vi a Cris llorando en la puerta de aquella habitación devenida en infierno. Todo estaba armado y, creí, que las tres me odiaban
- ¡Maldito! - gritaba Cris entre lágrimas saladas como el sudor que recorría, aún, mi cuerpo pecador.
Apenas podía mirarla y ella no dejaba de insultarme. Las dos serpientes estaban paradas en un costado de la habitación. De pronto vi que Rocío buscaba algo con la mirada, la buscaba a Ana que había salido del cuarto. Al cabo de un momento volvió a entrar.
- Ahora... - dijo Ana e hizo una pausa - Ahora vamos a saber como son las cosas, a quien amás en realidad.
Sacó un revólver y con la voz serena dijo:
- ¿A quién amás en verdad?
Me apuntaba a mí que tuve que mentir diciendo que las amaba a las tres, pero Cris jamás me había importado.
- Quedate con nosotras - suplicaba mi hermosa y maldita Rocío - Vamos, vos siempre nos amaste y acabas de demostrarlo.
Cristina lloraba sentada en el suelo. Yo quedé en silencio, el arma seguía apuntando a mi cabeza. Decidí apostar a mis sueños, a mi locura.
- ¡Es verdad, siempre las amé y quiero estar con ustedes! Perdón Cristina, perdón.
Y así, sin dudarlo, Anabella disparó a la cabeza de Cristina, que con un solo disparo se fue para siempre al mundo de Máximo. Se hizo un silencio monstruoso y mis ojos se nublaron después de tanto tiempo. Ahora viviríamos los tres, cargando un romance prohibido y un crimen brutal en nuestras mentes. Enterramos a la dulce Cris en el patio trasero y yo creí que todo volvería a comenzar... como si eso fuera posible, yo era un iluso.
Pasamos tres semanas malditas. Hablábamos poco, comíamos separados y teníamos relaciones cada tres y hasta cinco días. Una semana el sol golpeaba furioso contra los cristales de la ventana, me había enterado la noche anterior, por medio de un amigo, que los familiares de Cris nos buscaban y que habían hecho una denuncia a la policía. El húmedo aire en la habitación era poseedor de un hedor absoluto; Rocío vino hacia mí, vestía una blusa azul escotada y unos shorts negros que usaba para dormir. Me besó
dulcemente y me tomó de la mano. Ana se había ido a trabajar.
- ¿Cómo ves esto de que estemos los tres juntos?
- Bien, Rocío, creo que cuando olvidemos a Cristina seremos muy felices los tres...
- ¿La amabas?
- No, ella fue solo una distracción. Yo solo las amé a ustedes, las amo a ustedes.
- Una vez me juraste amor eterno, pasara lo que pasara... ¿Le prometiste lo mismo a Ana?
- Solo cuando creí estar seguro de que te había perdido para siempre, Ro'...
- Yo... yo te quiero para mi sola, ¿Vos no?
Me había decidido en ese mismo instante, mi amor por Rocío había sido siempre mayor que el que sentía por Ana, incluso en esta etapa de mi vida junto a las dos. Decidimos fugarnos, fingir que logramos olvidar todo lo malo y, cuando Ana sintiera que no la jugábamos por su crimen, escapar. Pero Anabella se había enterado de todo, su percepción era más fuerte que sus encantos. Así que fingió caer en nuestra trampa y cobrarse venganza el día de la fuga.
Nos despertamos a las tres de la mañana Rocío y yo. Ella había preparado dos bolsos pequeños con dinero, una muda de ropa y dos o tres cosas útiles para el camino. Pero Anabella no estaba en la cama con nosotros. Dimos una vuelta por la casa y nada, decidí salir al jardín - que no pisábamos desde que dejamos allí a Cristina - y allí estaba Anabella, empuñando su asesino revólver, otra vez hacia mi cabeza.
- ¿Querías irte con Rocío? Que pena, los dos me gustaban.
-Ana, no es así... ¿Verdad Ro? - dije mientras Rocío aparecía en el jardín.
- Es que yo también te quiero para mi sola - me decía Ana casi sin parpadear - pero no le hubiera hecho eso a Rocío, en cambio ella... ustedes... ¡Te amo, te amo más que lo que ella puede amarte! Quedate conmigo...
Mi cabeza daba giros que parecían imitar a un tornado de un film yankee.
- Ana ¡Es todo una locura, no sé que hacer!
- ¿Me amas?
- Claro que te amo
- Entonces es simple...
Y así, la hermosa Anabella volvió a convertirse en una asesina, rompiendo de un disparo, que parecía haber salido de su mano infernal y no del arma, el pecho de mi otra flor, Rocío. Yo me tiré al suelo, abracé y besé a la mujer que había amado y que ya nunca volvería a ver. Ana se tiró conmigo y rompió en llanto. Me dio el arma y me suplicó que la escondiera de ella, la tomé y la guardé en el bolso que Rocío me había preparado. Luego de algunas horas sepultamos el nuevo y delicioso crimen en el mismo jardín, que ya se había vuelto por demás de morboso, abracé a Ana,
le besé la frente y nos metimos adentro.
Tomábamos vino barato y tan solo Ana salía en busca de provisiones, que eran mayoritariamente cajas de vino y cigarrillos. Nadie buscaba a Rocío porque nadie conocía a Rocío, eso nos daba una extraña sensación de alivio. Al cabo de siete meses vivíamos lo más normal posible. Habíamos hablado que, cuando todo se calmara, iríamos de viaje al interior y no volveríamos jamás. Pero mi vida estaba destinada a la tragedia, y hacia allí se dirigía siempre.
Tres o cuatro meses de convivencia intranquila habían pasado desde el último crimen de Ana hasta el día en que todo lo que yo había intentado armar en ese lapso colapsara como una torre de naipes empujada por una mano cruel. Desperté extrañado, a veces, al despertar, olvidaba con quien vivía, olvidaba quien había muerto, me olvidaba, incluso, de mí. La cuestión es que Ana no estaba aquella mañana grosera. Inmediatamente me dirigí al jardín como si creyera que ella estaría ahí nuevamente, creí verla sentada con un arma en sus manos, apuntando a mi cabeza. Pero Ana no estaba allí, Ana no estaba en la casa. Una nota en la mesa me decía: "Adiós. Todavía te amo". Y allí supe que todo
sería una tragedia. La maldita policía apareció con sus sirenas extenuantes, sus armas y los gritos "ALTO" malditos bastardos, si tan solo me comprendieran, si supieran como he sufrido por mis dos flores. Encontraron el arma entre mis cosas, requisaron toda la casa y encontraron pruebas de que hubo alguien más viviendo conmigo (Rocío) y al revisar el jardín encontraron las tumbas mal hechas de las dos mujeres que mató Anabella (que yo había matado, según la policía).
Así pasé once años en prisión. El buen comportamiento y mi falso interés por la religión hicieron más corta mi condena. Al salir volví a la casa que compartí con Rocío y Anabella, allí vivía una familia joven, común, con un hombre, una mujer y dos hijos; no dos mujeres, dos hijos... Caminé por esa misma calle en línea recta pero sin rumbo fijo hasta que vi un auto que se acercaba, era Ana. Su cabello era más corto, su cuerpo más delgado y algunas arrugas se habían dibujado alrededor de su boca, todavía sensual, tanto como su mirada. Me invitó a subir y eso hice yo, nos fuimos a su nueva casa y me pidió que la perdone. No me quedaba otra opción, tuve que hacerlo, estaba solo como nunca antes, con el peso de la prisión en mis espaldas, al menos nunca la delaté,
creo que mi amor me lo había impedido. Nos instalamos allí e intentamos comenzar nuevamente.
Todo parece marchar bien hasta ahora, aunque no hay un solo día en mi vida que me permita a mi mismo confiar en Anabella, en mi última flor.