El agua de la lluvia escurría en el vidrio de su ventana como la resina de un árbol herido. No veía más allá de aquella realidad remota e indiferente. La voz de Cecilia le llegaba desde la otra habitación. Lo invitaba a un ritual que él ya no soportaba, que no disfrutaba desde hacía mucho tiempo. Una luz pastosa inundaba el cuarto y las piernas de Cecilia eran un abrazo agotador, pertenecientes al pasado. Ya no la amaba.
La tarde estaba a punto de morir. Leonardo se preguntaba cuántas tardes mueren cada año, se preguntaba, también, qué era un año. Y las respuestas eran desafiantes, inconexas, surrealistas. La luna se iba apostando lentamente, dejando al sol en un sueño; la noche traía un manojo de llaves y monedas en el bolsillo, cigarrillos por la mitad y el espejo de todas las almas solitarias que rondan en el planeta. Sin darse cuenta cómo y cuándo, Leonardo recordaba el momento en el que había conocido a Julio, su mejor compañía por ese entonces. Decidió ir a verlo, aún siendo tarde y teniendo que volver a casa.
Creo que esto es insoportable, Julio, Cecilia me tiene harto.
Julio lo miraba y lo entendía perfectamente.
Deberías hablar con ella, tiene que entender que te hace mal vivir así, que todos necesitamos comprensión.- Las palabras parecían salirle del pecho. Usaba un tono suave y calmo, aplastado y ligero.
No lo sé… es tan difícil hablar con ella…
Y conversaban, mientras la luna descendía sobre sus cabezas. En el campo, muy lejos de ellos dos, las ranas estarían croando historias viejas; bajo sus pies, miles de ratas discutían la manera de cómo seguir gobernando al mundo. Mientras tanto, se hacía de noche en la ciudad más triste del mundo. La mesa de roble se había manchado con vino, y había quemaduras de cigarrillos en los bordes, cenizas en el piso. Las palabras brotaban sinceras y se reventaban en el aire espeso de la sala. Las miradas, los sentimientos de afecto mutuo, todo aquello ocurría allí y Cecilia estaría en la cama dando vueltas y vueltas, vociferando insultos a su marido, quien la recordaba, quien no la quería ver.
Su concepto de amor es…- Leonardo no sabía qué decir ¿Habría amor en su mujer?- Antes, ella, tenía otro humor, me dejaba ser como yo soy- continuaba y su mirada se cristalizaba, se quedaba fija en un punto.- Ahora parece que me utiliza, que…
Silencio matinal, el sol comenzaba a calentar la hierba de aquel lejano campo, la tierra en donde las ranas comenzaban a ocultarse. Julio lo tomó del brazo y lo miró fijo, los rostros de los dos se quedaron quietos. Sentían que eran amigos de toda la vida, desde antes de la vida.
No tenés que volver… -le dijo con el tono más firme de toda la reunión.
Ambos rostros se desvanecieron. La luz entraba tímidamente por la ventana y les daba el mensaje: ES TARDE. Los dos comprendieron que en verdad, era todo muy prematuro.
Era sábado por la mañana, hacía una semana que Leonardo y Cecilia no peleaban. Irían de viaje al Sur, a la casa de unos amigos que se habían mudado del tumulto y la basura de la urbe. Fundido el corazón, el hombre conducía su auto por la ruta en silencio, la mujer miraba por la ventanilla, contemplaba el paisaje cada vez más bello, cada vez más puro. En la radio anunciaban productos nuevos y soluciones magistrales para todo. El silencio se prolongaba a espacios increíbles. Una nube se deshacía en el cielo, viajaba despacio y se rompía lentamente. Tal vez era un suicidio colosal, lleno de poesía, de magia. Y la ruta se iba desvaneciendo y luego crecía y se mezclaba con las ruedas. Ellos dos guardaban silencios verbales, pero en sus cabezas corrían las palabras, se chocaban con los muros de la impotencia y luego se desangraban mortíferamente, como si sus vidas no valieran nada.
Alejandro y Valeria eran constituían un matrimonio joven. Habían tenido a un hijo, Luciano, que contaba ya dos años. El pequeño era el orgullo y la satisfacción de los dos.
Un día, cuando tengan un hijo, van a ver como les cambia la vida, es maravilloso.- decía Valeria, claramente fascinada por su cría. Y Leonardo dibujaba una sonrisa estéril en su rostro deprimido, no quería que tal suceso se diera en su círculo infernal con Cecilia.
La tarde pasó despacio, agónica. Se estaba haciendo de noche. Alejandro preparaba la cena. Leonardo se quedó a su lado y platicaban de cosas banales, sin sentido. No le gustaba nada; antes, Alejandro, solía ser divertido, ahora ya no, o al menos a Leonardo ya no le causaba ninguna gracia. Como cambian las personas. Y en cada palabra vacía, el corazón de Leonardo jugaba una vuelta más y sorteaba una lágrima que él se guardaba para su interior, acaso nunca le había sido fácil llorar. Se adormecía, le pesaban los ojos, quería escapar. Una luz verdosa y tranquila se apostó en su inconsciente y le hizo dar vueltas y vueltas por una especie de laberinto. Cuando despertó, notó que Alejandro seguía hablando.
…Este trabajo es así: O te pones firme, o te aniquilan…- incluso la voz le había cambiado con el tiempo, era ya otro monigote del mundo, uno más.
Yo me siento tranquilo con lo que hago.- respondió intuitivamente Leonardo.- Mi padre fue relojero y yo sigo con eso, creo que la herencia está viva…
Y tus hijos también lo van a ser.- Y la sonrisa estúpida otra vez.- Los hijos aprenden de ver a uno, Leo; por ejemplo, Luciano, ya me ve llegar y se sienta en el lugar que yo elijo en la mesa.- larga una carcajada de viejo.- ¡Es un fenómeno!.- ¿Sabría el significado de fenómeno?
Yo… bueno, yo no sé si quiero tener hijos.- replicó débilmente.
¡Pero mírala a Cecilia! Está encantada con la idea.
Otra vez Cecilia ¿Y él?
La verdad es que no quiero, al menos por ahora.- Se sentía aliviado por haber reparado la situación, al menos por un tiempo no tendría que volver a tocar el tema.
Es toda una decisión, Leo, es toda una decisión.
Otra vez las frases armadas e inútiles.
Dos días de visita, dos días lejos de sí mismo, perpetuando el asombro de cómo el tiempo puede cambiar a las personas y ¿Por qué? Cambiar para mal, para nada… Se terminaba, volvían a sus vidas, a la rutina de los enojos y los reclamos sin sentido. Amor, que mal me has hecho.
El lecho nupcial como una piedra rosa llena de luces incandescentes, de ceremonias ridículas. El pasado fue mejor en este caso, podría decirse, pero el pasado había sido un engaño. Todas farsas y máscaras por seguir la vida como se ve en la televisión.
Fue muchas veces a visitar a Julio, a sentirse protegido por esas palabras de aliento y de advertencia. Esas palabras de amigo.
En una ronda de lamentos, el vino, néctar de los desposeídos, era la pólvora para disparar contra la situación, dejar todo atrás. Una lágrima caía de los ojos de Leandro y la mano, con tacto como de pétalo de Julio la secó. Sus labios se rozaron con temor ¡Eso está mal, está mal! Pero los ojos cerrados y la respiración suave. Se besaron y solo la mano de Julio tocó la mejilla de Leandro. Los dos se amaban, se necesitaban, se complementaban. Luego se miraron fijo, ninguno hizo más que eso. Leandro desapareció como una nube de humo en el aire.
Cecilia estaba recostada en un sillón. Los ojos rojos, la mirada fija en la botella. Se sentía sola, no había sabido proteger a aquel hombre que ella quería. Se sintió miserable, débil. Leandro lo advirtió en seguida, ella estaba destruida. Se sentó a su lado y la abrazó, apretándola contra su pecho. Ella quiso besarlo, pero el hombre la evitó. Prefería no volver a besarla.
Dormían ansiosos por despertar y hablarse. Ella le pediría perdón, él le diría adiós.
La noche siguiente, Leandro volvió a ver a Julio. Primero las caricias, luego los dos cuerpos desnudos entre las sábanas. Se sentían felices, eternos, uno al lado del otro. La espalda de Julio era blanca como el resto de su piel. Leandro hizo un movimiento y sus piernas se estremecieron.
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