miércoles, 31 de julio de 2013

Historias de Crimenes y criminales

Mi hermana y yo habíamos heredado dos diamantes cuando falleció nuestro tio paterno. Yo vendi el mio para sacar a mi mejor amigo de prision y Susana, mi hrmana, cnservo su joya.
Mi amigo se entero del diamante y al otro dia el diamante... Desaparecio. Ambos supimos que habia sido el, asi q comenzamos a interrogarlo pero no daba el brazo a torcer. Una madrugada, Su' me llamo x telefono y me dijo q fuera a su ksa. Yo tenia la llave, asi q entre. Vi el diamante con una note de Su': "Llevatelo". Entre al cuarto y ambos estaban desnudos en la cama... Tome el diamante y me fui de allí.

El amor que das

Miraré bailar a un dios
Voy a ver como baila un dios...
Hasta ser un demonio en un espejo azul...

En donde juegan las fieras
Se desangra mi mente otra vez
Y cuando mi mente vuela otros se aprenden a arrastrar...

La libertad tiene un precio, un precio que nadie es libre de pagar.
Y el amor que das se mide en flores amor y funeral...

Para irme

Me siento como un ave figurada de angustia como un espejo, como un bajo nivel
Y soy el agua seca, la lágrima me humedece, me vuelvo humo y muero en la pared.

La gente encerrada, los finos carteles, promociones de una vida mejor, pero no matan al humo, no espantan a las ratas, saben que la vida se forma de eso y de amor.
Muerta, muerta esta la primavera y sus flores y todo,
el canto rellena las voces de angustia y esa primavera asi fue como murió.

-
"De los viejos cuadernos".
2012

Historias de crimenes y criminales 4

Yo viajaba en el colectivo, me habia sentado solo y miraba las luces de los edificios brillando en la oscuridad.
Subio una mujer hermosa. Sus Largas piernas estaban cubiertas con unas finas medias negras, y su falda roja, sus botas cortas y su blusa sangre, se veían hermosos junto a su cabello castaño y sus ojos verdes. Yo estaba hipnotizado y no pude evitar mirarla con deseo.
Se sentó a mi lado y comenzó a coquetearme. Me hablaba, sonreía, me rozaba cn sus piernas y hasta se levantó un poco la falda para mostrar sus muslos. Yo estaba encendido, le propuse que bajemos, conocía un hotel por ahi; ella aceptó y bajamos. Creo que no llegamos a hacer dos cuadras y yo ya estaba apuntando mi revólver contra ella para quitarle todo su dinero... Si, soy bastante apuesto.

viernes, 26 de julio de 2013

Conejo Negro


La humedad de las paredes emanaba un vapor que apenas lograba asperjar el aire de la habitación de Octavio. Desde la pared, en un anaquel flojo, la fotografía de su abuelo parecía observarlo con un aire seco, severo, que contrastaba con el ambiente desordenado ¿Qué podía hacer? Sin impacientarse, pocas veces lo hacía, se limitó a fijar su vista en el escritorio y luego tomó mecánicamente un sobre cerrado que tenía inscriptas las palabras de su madre muerta: “Para mi hijo”. No se atrevía a abrirlo, una especie de culpa y pánico actuaban en conjunto en su interior. <<No debo, no es para mí>> dijo como si el sonido de su solitaria voz sirviera para convencerse a si mismo. De manera casi violenta, pero también como acto reflejo del miedo y el dolor que lo invadían, Octavio se levantó de su silla y caminó hacia la siguiente habitación de la casa; la cocina y el comedor eran el mismo ambiente, tan solo el baño y dos alcobas estaban separados del resto. Los elementos de cocina estaban en una mesada llena de moscas las cuales el joven espantó con un movimiento torpe de su brazo izquierdo. Apartó de la mesa una de las tres sillas y ahí se quedó sentado largas horas.

Era la mañana de un domingo poco prometedor. La luz del sol entraba como una espionne por la ventana pero de nada servía; Octavio, con su cuerpo desnudo, aún dormía. Antes de que la espía mirase su pecho, los párpados enrojecidos abrieron paso a su mirada y el joven comenzaba a reconocer al mundo, empezando desde las maderas rotosas del techo que cedían a la humedad. Como si fuera algo onírico, un perfume floral atravesó la habitación, pero murió en menos de un segundo y en ese momento Octavio despertó. Otra vez no había nada para él en el mundo.

Sabía que Eugenia estaría en su casa. El día no prometía nada, igual que el anterior, no tenía dinero y le quedaban pocos cigarrillos. Era ideal para hacerle una visita. Tomó un saco, lo agitó para sacarle el polvillo y se lo puso sobre los hombros. Con lo último que le quedaba compró una botella de vino en el camino y siguió su rumbo: Él, su alma y su cuerpo de veinticuatro años.

Los árboles se mecían despacio con sus hojas doradas y rotas por el viento. Algunos perros pasaban y parecían tener un destino al cual dirigirse, un camino casi marcado, por ellos mismos tal vez, al contrario de aquel solitario y perdido ser cuya sombra ya iba desapareciendo, según el sol se escondía. Le hubiese gustado descalzarse y sentir el cemento en sus pies para después andar por el pasto, volver al cemento y, si decidía tomar el camino corto, humedecería sus pasos el sucio barro incrustado de piedritas. Desistió de sus ideas y cuando dejó de divagar se encontró a una cuadra de la casa de Eugenia.

-Siempre igual vos, ¿Eh? – Acusaba Eugenia con un tono oscuro. - ¿Qué voy a hacer? Sabéis como es esto, criarse solo. – mientras daba su argumento, Octavio miraba al suelo con amargura.


Eugenia descorchó el vino. Un perfume cálido inundó el ambiente y pasando el pico de la botella por sus narices, cerró los ojos como si quisiera atrapar cada partícula.

Igual que un actor de teatro under, Octavio se quitó el saco y lo tendió en el sofá, en el mismo que Eugenia estaba sentada y ya sirviendo el vino en los vasos de vidrio azul esmerilado.

Quiero trabajar – Octavio se escuchaba sincero y tímido a la vez. – De verdad.

Roque se quedó solo en el taller, si queréis le hablo.

Está bien. Dame un beso.

Ahora no, Octavio, ahora no…


La mecánica no era del agrado de Octavio. Había trabajado tiempo antes en un taller de calzado y eso no había prosperado mucho tampoco. De todos modos fue y trabajó en el taller de Roque. Roque era el mecánico del barrio, todos lo conocían y aunque le confiaban bastante, no eran pocos los que sabían que era un chanta más.

Al llegar a su casa la soledad aparecía nuevamente. Aunque no le agradaba el trabajo prefería quedarse en el taller. Solía sentarse a fumar callado, solo, sentado con el torso desnudo, mirando a la nada; a veces la iba a ver a Eugenia y pasaba ahí la noche. Algunas veces tenían sexo pero la mayor parte de las noches solo miraban televisión y se dormían con el resplandor frío de la pantalla.

La mujer tenía cuarenta y dos años. A los doce había quedado huérfana y tuvo que mudarse a la casa donde habitaban sus dos abuelos maternos a quienes ella debía cuidar, ya que la precaria salud de los viejos los tenía casi inmóviles. Tuvo un hijo a muy corta edad, antes de los veinte, con un tipo mayor de quien ella se había enamorado, pero el hombrecito solo buscaba un aventura con una joven para mitigar la fatiga que le causaba el matrimonio. Tuvo que criar a su hijo al mismo tiempo que sus abuelos agonizaban.

Cuando lo viejos murieron se quedó con la casa como herencia pero no tenía con qué alimentar al pequeño José que tenía unos dos o tres años y debió entregarlo en adopción a una vieja conocida de sus padres. Según dicen, la mujer murió cuando José tenía ocho años y las autoridades lo dieron a Mabel, una mujer de Rosario, para que se hiciera cargo. Eso era todo lo que sabía Eugenia de su hijo. José estaría, tal vez, creciendo con otra familia en la ciudad de Rosario.


¿Nunca te fijaste en Elizabeth? Ella siempre pregunta por vos Octavio.

Pero no me hace efecto… - las palabras de Octavio parecían banderas blancas destruidas.

Digo que, hace dos años que nos conocemos y siempre estamos así… No te veo hacer nada por vos, por mí no tenéis que hacer nada, ya estoy vieja para vos. Además, yo busco a mi hijo, un chico que debe tener tu edad. ¿Podrías estar tranquilo si lo encuentro? ¿Podrías seguir viniendo acá y coger conmigo como si nada, sabiendo que en el cuarto de al lado está mi hijo de tu misma edad?

No me importaría.

¿No?

¿No me queréis ver más?

Si, te quiero ver. Yo te amo, nene; pero, como te amo, quiero que hagas una vida. Yo soy vieja para vos.

Callate. Ya está.


Y luego, cuando Octavio terminó su cigarrillo, se metieron entre las sábanas frías de la cama y con el calor de sus cuerpos las fueron entibiando lentamente. Se besaron despacio, como con cierta timidez, casi sabiendo que algo estaba por suceder; aún así durmieron tranquilos porque suele pasar que las cosas nunca suceden; que el olvido derrota a la esperanza mientras los seres viven como en un sueño, creyendo en algo y a su vez sabiendo que nada va a suceder. Como mirar un reloj sin pilas o pescar en un vaso de vodka.


Voy a dejar el taller en dos meses, Eugenia. Junto algo, ahorro lo que puedo y listo.

¿Qué vas a hacer?

Me voy… acá no tengo vida.


Así vivió los dos meses anunciados, con una angustia que él mismo se esforzaba en disfrazar de libertad, esperanza, todas esas cosas.

Por el lado de la mujer, la tristeza era inmensa e inconmensurable. No veía a Octavio sino los sábados y se la pasaba sola, en una mano la foto de José de pequeño, en la otra un cigarrillo, hábito que tomó de Octavio: fumar cuando estaba triste, fumar siempre.


II

Conejo Negro II
En Pigûe se refugiaba, sin saber de qué se alejaba en verdad. Había llegado dos días antes y no tenia empleo. Dormía en una capilla. Le parecía una ironía refugiarse en ese lugar, él, que siempre renegó de la religión, estaba cenando junto al Padre Laureano y dos refugiados más: Natalia y Marcelo. Eugenia siempre hablaba de Dios, era de esas personas que moldean el catolicismo según sus gustos, sus miserias y la voluntad que pueden poner. Cada vez que Octavio veía una cruz recordaba a Eugenia. La imagen de Cristo lo molestaba, el hijo, Cristo era José, el que lo alejaba de ella: Su mujer.

- Vamos a comer, Octavio. –La voz de Natalia era como una gota de agua en aquel desierto.

Los comensales se sentaron alrededor de una mesa de roble en donde estaban servidos cuatro platos nada ostentosos. Luego de que el Padre diera las gracias, comenzaron a comer. Octavio no dejaba de mirar a Natalia, los ojos negros y el cabello castaño rizado de esa mujer lo encantaron. Buscaba siempre la ocasión para encontrar un cruce de miradas a la cual ella respondía, no sin una dosis de timidez, de miedo, de la prohibición de Dios...

Octavio colaboraba en los bautismos, al igual que Natalia y Marcelo. En verdad no le gustaba, pero era lo único que podía hacer allí, en un pueblo tan chico era difícil conseguir trabajo, más si uno no quiere trabajar. Después de que todos se fueron de la capilla, Octavio salió a fumar, Natalia estaba ahí.

- ¿Hace mucho que fumás?
 –No me acuerdo ¿querés uno?
-No gracias.
- ¿Damos una vuelta? - Le propuso Octavio.

Durante el paseo se contaron cosas de sus vidas, hablaron de religión, política, música, cigarrillos, de la vida, la vida misma.
El sintió una conexión, ella callaba con la voz del silencio, ese silencio que también es una voz, la que calla a todas las otras voces que tenemos adentro. Una semana después, Octavio y Natalia se pasaban mucho tiempo juntos y ayudaban con más entusiasmo al Padre Laureano quien no aprobaba mucho esta cercanía de los jóvenes. Veía en Octavio un ser oscuro, muy misterioso para ser humano, según las creencias que seguía en su vida.

Llamo por teléfono a Eugenia, no la había olvidado, para contarle que estaba bien pero que no sabía si iba a volver. Le contó de Natalia y sobre cómo se comportaba el Padre desde que los dos se hicieron amigos. La mujer fingía interés pero él se dio cuanta de la mentira y se despidió fríamente, acaso sin saber que era la última llamada.
III

Conejo Negro parte 3
Siete meses después de haber llegado, Octavio no encontraba su rumbo. Varias noches las pasaba en vilo, fumando en la oscuridad, a los pies de la cama, pensando qué hacer. Las respuestas nunca llegaban, se iban igual que los minutos: díscolos e indómitos. Pero Natalia  era una razón. Esa mujer única y tan preciosa era un motivo no solo para quedarse en Pigûe, era una razón para vivir ¿O sería, tal vez, una tautología que él usaba inconcientemente para negarse a todo lo demás? Octavio optaba por creer una vez más en la esperanza, eso que estaba vivo dentro suyo, por más que todo a su alrededor fuera muerte, había una esperanza todavía circunstante en él.
-Se ve que al padre no le gusta que salgamos a pasear…
- A mi ni me dijo nada.
 – Pero cuando pregunta en donde estuvimos, el escuchar la respuesta, se pone serio, más que otras veces.
 –Bueno, dejalo. –Natalia se ponía cada vez mas incomoda.
-¿No te gusta hablar de esto, no?
 – No.
 -¿Por qué?
Debían pasar a otro tema. La verdad, a veces, se debe esconder de nosotros, sus demonios, para seguir viviendo y, en el momento que ella crea adecuando, salir a la luz. A Octavio le dio vueltas por la cabeza esa situación durante varias semanas, cada vez que hablaba con Natalia sentía una necesidad enorme de preguntarle por qué no quería hablar del cura, pero tenía mucho afecto como para hacerla pasar al menos un solo segundo de dolor o miedo. Prefería desviar las charlas en contarle como era la Ciudad de Buenos Aires, esas historias de avenidas, calles emblemáticas, cafetines, tango y rock, hacían deslumbrar a la chica que soñaba desde muy pequeña con abrazar al Obelisco Porteño.
Una tarde, cuando el ocaso amenazaba con menoscabar, los dos se detuvieron frente a un árbol y sin mirarse ni pronunciar palabra alguna, se tomaron de la mano hasta que ella, dando un giro con su cintura, tomó a Octavio con ambas manos y lo besó. En el mismo silencio contemplativo se miraron y creyeron que todo el dolor podía acabar, sintieron que una buena parte del pasado había muerto ya.
El padre Laureano se mostró muy severo. Les prohibió volver tan tarde alegando que “las tareas aquí no se hacen solas”. Octavio no lo soportó y abrió la boca.

-¿Por que le molesta, padre, que seamos amigos?
Los ojos del religioso se llenaron de furia, se marcaron sus arrugas naso labiales como nunca antes lo había visto Octavio y su voz fue un grito horrible cuando le pronunció su deseo: “¡Quiero que te vayas ya mismo de este lugar!”. El joven tomo su bolso y se fue. Ya a dos cuadras de la capilla encontró a Marcelo, que volvía de hacer un recado, pero lo esquivó, así como si lo considerase un traidor.
Igual que en la puta ciudad, era otra vez un vagabundo.
Se fue a la provincia de La Pampa y trabajó dos meses como ayudante en el campo. Todos los dias se levantaba como el sol y se moría cuando se apagaba la última vela. Aprendió a jugar al truco y se conmovió cuando vio como mataban a un cerdo, desde ese día pidió que sus tareas sean con la tierra pero se lo negaron, entonces tuvo que irse. Tenía algunos ahorros pero igual creía que no le iba a durar mucho. Y robó, de sus empleadores, tres cajas de cigarrillos rubios, fósforos, dos botellas de vino mendocino y un conejo negro al que llevaba abrazado mientras deambulaba en la noche fría y sinuosa, alejándose del campo, buscando el calor del maldito cemento… como si de algo le sirviera.
Contar lo mal que la paso Octavio en la calle sería morboso. La gente se burlaba que un hombre llevase un conejo negro en sus brazos. Nunca lo dejó, lo cuidaba como si tuviera un significado. Tal vez nos hace creer que somos fuertes cuando debemos proteger a uno más débil, el ejercicio del poder nos hace una jugada psicológica, la cual nos cambia, por espaciados momentos, la visión del juego y nos llegamos a sentir fuertes. El frío, el sueño, el hambre y la abstinencia de todo placer mundano, convertían a Octavio en un desgraciado. Más de una vez soñaba con cruces y cristos, con las piernas de Eugenia abriéndose para que él la penetrara y luego nazca José, con cara de Cristo. Soñaba también con Natalia, muchas veces la tenía presente en sus sueños, pero todo el tiempo la tenía viva en sus recuerdos y pensamientos, ni siquiera los padecimientos más dolorosos podían superar la melancolía que le causaba aquella mujer. ¿Cómo estaría? ¿Lo extrañaría también? Estas son las cosas más leves que tuvo que soportar. Aunque todos cargamos con la cruz en nuestros hombros, él parecía cargar con dos. Al menos el calor del pequeño mamífero en sus manos era un alivio; y el sabor seco y amargo del tabaco, en sintonía con su situación, le daba un ligero pero hermoso placer que intentaba prolongar lo más posible. Al contrario de la vida, un cigarrillo era solo eso, un placer finito.

Ni siquiera sabía en donde estaba. El paisaje del pueblo le llamaba moderadamente la atención. Algunas húmedas luces amarillas apostadas a los costados de una calle pavimentada parecían ser la única salida y por ese camino fue; parando cada tanto para que el conejo comiera - momento que él aprovechaba para fumar y descansar las piernas.- Observó con sorpresa que el animal lo seguía, entonces no tuvo que cargarlo ya.
Fue un camionero quien lo ayudó. El gordo Charly, como se hacía llamar, era un cordobés que transportaba desde Córdoba a Buenos Aires.
-¿Podes dejarme en Pigûe?- preguntó Octavio. El hombre le dijo que no pasaba por ahí pero que en seis horas lo dejaría a doce kilómetros del pueblo, si eso le servía. Aceptó, ya sabía caminar. Podría decirse que uno aprende a caminar de adulto solo si dedica un tiempo de su vida a vagar por cualquier camino, así como el viento, sin importarle a donde ir o tal vez buscando algo, sin saber que, como el perfume de los rosales o las hojas que se desprenden de los árboles en otoño, todas ellas amarillas, muchas de ellas rojizas.
Charly le contó sus aventuras, de las prostitutas, de sus hijas, de su esposa, más historias de prostitutas; hasta que Octavio se quedó dormido y soñó con el campo en el que había trabajado cuatro meses antes. – Acá llegamos. Es una pena que no te pueda llevar, pero voy con retraso. Al bajar del camión, Octavio vio como Charly se detenía en un prostíbulo apostado al costado de la ruta. No tenía sentido gesticular o pronunciar reproches, los conejos no comprenden.
No sabía si confiar en su reloj, el tiempo a la intemperie podría haberlo destruido; además, cuando uno vive como él vivió, el tiempo es lo que menos importa. Volvió a ponerse en marcha, sentía el aroma de aquel pueblo cada vez más cerca pero sabía que faltaba mucho para llegar. Dos perros lo interceptaron y no lo dejarían pasar sin llevarse al conejo, pero Octavio lo sujetó fuerte y les tuvo que cocear los hocicos cuando, entre gruñidos, los dos se le acercaron amenazantes. Había hecho unos cuatro o cinco kilómetros cuando se desvaneció en el suelo y perdió el conocimiento.
Se llamaban Chela y Mateo, eran dos campesinos que lo encontraron tumbado entre el pastizal, volando de fiebre y delirando. Lo primero que hizo fue preguntar por el conejo, pero la pareja de ancianos le dijo que no había ningún conejo cuando lo encontraron, le devolvieron el bolso y le preguntaron su nombre. Octavio les resumió su historia.
- ¿Al pueblo?- dijo Mateo con vos tranquila-
 Si queres te llevo, pero mañana, hoy no tengo que ir. Come algo, date un baño y descansa, estas débil, padre.
 –Muchas gracias…A los dos.

Pudo afeitarse y arreglar su cabello, se limpió y se lavó sus ropajes. Los campesinos le dieron cigarrillos, whisky y fósforos, y le servían comida. Al amanecer, Mateo lo despertó temprano y los dos salieron en la vieja camioneta Ford.
- Bueno, acá llegamos. ¿Qué vas a hacer ahora?
 – Acá pertenezco – mintió Octavio.
–Buena suerte y pasa cuando quieras. A la Chela le caíste bien.
Octavio volvió a agradecer y se despidieron. Le hubiese gustado abrazarlo pero no se sentía con ánimos. Fue a una plaza (las conocía bien) y ahí se quedó viendo a las nubes llegar lentamente, como si de pronto anocheciera, como tantas veces las vio llegar.

La garua mojaba sus hombros; observó como la gente apuraba el paso para que no los atrape la tormenta que estaba próxima. Entre las caras de los desconocidos logro divisa a algunos que asistían a misa los domingos, cuando el vivía en la capilla; y fue así que vio a Marcelo y a Natalia, corrían entre todos los demás con el mismo fin: estar a salvo. Sintió que resucitaba, volvió a recordar la cruz y al hijo, pero esta vez el era el cristo, el hijo que se sacrifico y volvió luego a la vida, es más: Era Dios, y todo el mundo le pertenecía.

No se puede fumar bajo la lluvia, pero se puede pensar, cerrar los ojos y pensar. No era muy complicado lo que había que hacer. Como un ladrón se metió a la capilla. Los blancos muros colmados de altares eran como un cementerio de santos: Una virgen, a la que imagino desnuda, una imagen de San Cayetano, Jeremiah, San Jorge y Cristo, el maldito Cristo en la cruz. Co el pelo y el ropaje calados abrió la puerta del cuarto de Natalia. –He vuelto-pronuncio con fuerza, pero en la voz baja para no ser advertido.

Ella, que no esta dormida, sino rezando un rosario, dejo caer las cuentas al suelo y se acerco a su hombre que la esperaba con lo brazos abiertos. Entre besos y caricias de desesperación, las mujercita le pronunciaba pocas palabras: “te amo, te extrañaba”. Y el viajero, con media alma resucitada y la otra rota, guardaba silencio y solo hablaba con suspiros profundos producidos por aquella agónica espera y que ahora con su regreso, que el mismo sentía como una resurrección, la agonía había muerto. Cada vez más desnudos, los dos fueron avanzando sin darse cuenta – o al menos eso parecía- hacia el cementerio de santos; bajo los ojos de maderas moldeadas y la desaprobación de todo Dios, si es que lo hay, se desnudaron completamente. Fue bajo el altar mas grande y mundano, a los pies de aquella figura crucificada y del carmesí que brotaba de sus heridas, de aquel Cristo que parecía estar gritando de dolor aun dos milenio después de haber pasado su calvario, en donde Octavio, el resucitado, la penetro y el jadeo de la mujer se esparció por el lugar como una blasfemia diabólica, mas seria cruel el hecho de culparlos por que Dios dice ser amor y el amor, en ese momento, era eso: dos cuerpos desnudos llenos de pasión, haciendo lo que ese Dios les ordenase a sus dos primeras creaciones.

“…Comerás mi carne…

-Y Octavio y Natalia se comían la carne con sus besos-

…Y beberás mi sangre”.


- Mas aquel amor no precisaba violencia, era amor… sin sangre.

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“Entonces los declaro: Marido y Mujer”. Como una sentencia de les sonaron a las dos palabras del padre Laureano. Ahora la paz y el amor verdadero tendrían un espacio en sus vidas.

Sola, en un rinconcito de la ciudad, Eugenia lloraba lágrimas diminutas, como piedritas de sal. No tenía más que la esperanza de volver a ver a su hijo algún día, mas desconfiaba ya de todo. La esperanza a veces no renace, la esperanza, a veces, ni siquiera esta.

Sin saber que suerte corría Octavio, la pobre mujer hacia lo mismo, cuando el sol alumbraba ella desvestía las veredas con sus pasos, y era por la noche cuando se desarmaba en mil pedazos y no veía mas que su triste recuerdo, pero con los ojitos cerrados, ella veía en su memoria.

La casa no estaba mal. Octavio trabajaba como carpintero y Natalia hacia mermeladas y conservas. Eran felices, así de simple. Todos los domingos, Natalia visitaba la capilla para asistir a la misa que brindaba el padre. Se sentaba lejos del Cristo, algo la hacia sentir culpa por allí. Siempre que terminaba el sermón. El padre Laureano interrogaba a Natalia sobre la vida con su marido. Hay que decir que el padre había intentado convencer varias veces a Natalia de que Octavio no era para ella; así y todo, la mujer sabía eludir al religioso y contestaba con las palabras justas.

El amor no les cabía en el cuerpo, así que hicieron un hijo y lo llamaron Lucio, como el abuelo de Octavio. Y los tres reían entre los robles del taller y la plaza del pueblo. Se amaban y se ilusionaban con el futuro.

Octavio quiso contarle todo a Eugenia pero no se sentía listo así que decidió esperar: habían decidido ir a Capital Federal cuando Lucio tuviera cinco años para que disfrutara como se debe, ahí visitarían a Eugenia. Cuando el chico cumplió los cuatro comenzaron a ahorrar.

El cigarrillo estaba casi por chamuscarle los dedos. La pobre mujer se sentía miserable. Ya sus ojos estaban siempre húmedos y heridos, casi no hablaba y comía una vez al día.

- ¡Mi nene! Te necesito-balbuceo con amargura. A su lado José estaba sentado y la abrazaba, mas ella no lo sentía, de alguna forma, ella no lo quería.

El tres de Octubre de 1994 Octavio fue asesinado a sangre fría de un tiro en la espalda. Algunos dicen haber visto por ahí a un policía retirado, mano derecha del comisario Rojas, quien, a su vez, era íntimo amigo del padre Laureano; otros creen que los motivos podrían a ser otros, pero el más plausible es el primero, para los investigadores. En los que todos concuerdan, cuando cuentan el relato, es que en el cementerio, cerca de la tumba de Octavio, un conejo negro se pasea todos los días, incluso cuando llueve.


jueves, 25 de julio de 2013

De la mariposa y el soldado

Creo que era una mariposa, pero se posó en la flor como un soldado que cae al suelo,
se dobló en varias partes y se convirtió en una oruga...
No funcionaba la maquina del siniestro, su motor de angustia estaba saturado de un recuerdo resplandeciente,
que solo ellos dos podían recordar... añoraban aquellos tiempos aunque no los comprendían en realidad...
Fue como una imágen siniestra pero tranquila, fue como un estallido de la nada,
como la verdad alterada... se dobló en varias partes y se corrió hacia atrás...
Algunos guardan aún sus viejos cuadros, trabajados a mano los marcos que nadie pudo comprar,
eran reliquias pero no eran santas, eran como llamados de otro lugar...
Y sin recurrir a la histeria, volvió al aire que la había visto en su primer vuelo,
abrió fuego batiendo sus alas y se entregó al viento...
El soldado volvía a casa después de un largo sueño...

viernes, 19 de julio de 2013

A la espera

En los bancos saltan las ranas púrpuras y sus críos,
resoplan jabones de sucias tinas de un departamente destruído
¿Por qué?

Desnuda como una piedra, ácida su miel
los ojos calmos, su llanto seco, una impactante mezcla de repulsión
"PROHIBIDO hablarle a los Muros"
y decía así, "Muros" no muros.

¡Ah porque los muros oyen, y si que lo hacen!
Mientrastanto, en los bancos, el renacuajo púrpura se lamentaba porque otra vez...
otra vez llegaba el ocaso.


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Tío Bizarro, 27/06/2013

Radek.

miércoles, 17 de julio de 2013

El viajero

Como si no le quedaran ya minutos en el cajón, Leudo se acercó a su mujer que dormía tranquilamente, le besó la frente y le acarició el cabello. Había decidido escapar esa misma noche, a pesar de que una incesante lluvia era más amenazadora, incluso, que su propio ser. Pero era necesario hacerlo, escurriría sus ropas una vez que haya llegado a algún lugar a salvo del agua y así estaría bien, nunca le había gustado estar mojado.
Guardó en un bolso sus zapatos nuevos, dos camisas (una blanca) y un pantalón. El reloj, la afeitadora, unas tijeras, un cuchillo de mango de plata y algunas otras pertenencias chicas las puso en una cajita de madera, similar a un cofre, que llevaba siempre consigo.
El automóvil se lo dejaría a su mujer, además de algunos ahorros, el se llevaría lo necesario para subsistir hasta que consiguiera un empleo. Así que se largó bajo la lluvia aquella noche de mayo, en la que solamente se escuchaba el ruido del agua y no así, a los búhos, tan frecuentes en esa zona.

Continuará.

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Este mini capítulo continúa la próxima semana.

Aviso que próximamente estaré publicando los nuevos cuentos: El culo de las Hadas - Parte 2. Killing Putana y Conejo Negro. Los espero en La Poesía Desarmada. Saludos. 

lunes, 15 de julio de 2013

El pájaro y el bar (Palabras)

¡Que cómico desenlace!
una tragedia griega,
El pájaro, alado pero débil aun, fue ahorcado esta mañana...

Una madeja de gusanos blancos se hizo un banquete,
el pájaro ahorcado ya no cantaría más.
¡Piedad! es este espectáculo absurdo de vivir,
¡Piedad! pedirán más de una centena de veces...

Yo seguí yendo al bar,
pero no era lo mismo.
Seguiría ahí sentado y solitario como la primera vez,
casi tanto como la última.

El pájaro murió, se escucha la novedad
¿Por qué lo habrán ahorcado? ¿Acaso no amaban su vuelo? "Fue con las ramas", "Se tragó una nube"... Palabras, palabras, palabras
Pero si ya no hay frases ¿Por qué siguen las palabras?

Me servían café negro, me gusta menos de lo que digo. Sigo yendo pero ahora solo, solo...
Palabras, palabras y fechas.

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Queridos lectores:

Esta poesía derrama la tristeza, la angustia y la soledad que he de sentir cada vez que, al ir a un bar, recuerdo las noches que pasábamos con mi amigo del alma, quien ha muerto ya. Cuando me refiero al pájaro no me refiero a él, sino que me refiero a mi mismo. Las partes del texto que están separadas y dicen de aquel que se siente solo en el bar, son las partes más íntimas, en las que yo, solo con mi alma, recuerdo los mejores momentos.
Eternamente agradecido de que me dejen compartir mi trabajo con ustedes.

                                                                                                                          Radek.


lunes, 1 de julio de 2013

El Culo de las Hadas


Sentada en un banco de la estación de trenes, Lisa miraba todo y casi como que rogaba que nada la vuelva a lastimar. Dio una pitada, ya iban más de diez, y conservó en su boca el humo unos segundos. Antes de dispararlo largó un poco por sus fosas nasales y luego sí, sopló el humo, conservando el alquitrán mientras pensaba: “No puedo más”.
 Hacía una vida que Lisa estaba sola. Cuando alguien dice que se siente solo, cuando se lo hace sin la intención de llamar la atención, uno se habla a sí mismo, quien de verdad está sufriendo de soledad no lo aúlla, se lo guarda, lo procesa y luego lo aniquila junto a su cuerpo que también muere en ese mismo instante para vagar quién sabe por qué universo. Ella decidió mostrarse como una mujer fría, sin sentimientos. Entonces su cuerpo se rendía en varias camas de caballeros diablos a los que complacía satisfaciendo así su dolor y luego, cuando ellos se apegaban a su belleza, a su piel floral y la hermosura de su culo; Lisa los dejaba y se llevaba el trofeo de aquel honor machista, que luego sus lágrimas de pena habrían de oxidar y echar a perder para buscar uno nuevo.
 El amor más puro que ella había sentido estaba convertido en cenizas ya. Su hermano Juan Manuel y su madre, María, eran lo único que tenía, pero eran, también, lo peor de su vida. Su madre la odiaba porque creía que su marido, padrastro de Lisa, se había suicidado por culpa de la joven, sin duda un malentendido de esos que nunca se entienden por aquella maldición de no hablar ni confiar. Le vivía haciendo reproches, críticas, planteos absurdos y todo lo que la lastimara. Juan Manuel era quien la alejó de su amor aquella vez, el que ahora manipulaba y le sacaba lágrimas de sus ojos con palabras – puñales.
  Una noche de otoño, Lisa llegaba a su casa. Había estado toda la tarde en una plaza leyendo poesía barata y fumando como la primera vez… o la última.

-  Otra vez, Lisa…

- ¿Otra vez qué?

- ¿En dónde estabas? – Preguntó su madre con un gesto horrible en los ojos - .

- Por ahí… sola.
- Juan Manuel te fue a buscar, no quiere que andes con cualquiera ¿Vos sabes lo que tenemos que soportar cuando salimos a la calle? ¡La gente te ve como a una puta!

Y Lisa optaba por no responder. Con un orgullo disimulado y su habitual risa plástica, se iba a su cuarto, su templo y su infierno. En ese cuarto recordaba su pasado. Le gustaba escribir:

“Noche, noche solitaria
en donde soy yo en verdad,
nadie me mira más que los recuerdos,
más que mi propio ser…

Y aquel amor que padecí y perseguí por tanto tiempo
me llevó a lo que hoy he de ser yo, tanto con el sol, como con la lluvia…”



Un desgarro era su alma ¿Qué es el alma? No lo sabía, pero sentía que algo le dolía adentro suyo. Entonces se aferraba con sus dedos a la almohada y con su cabeza apoyada en la única suavidad que visitaba, se dormía o, a veces, solo cerraba los ojos para esperar al sol y entonces ser fuerte o al menos parecerlo. Despertaba y entonces sucumbía ante la pulsión sexual, carcelera de su persona, en los brazos de algún hombre para intentar reemplazarlo a él… a él una vez más. Luego volvería a llorar, a quebrarse, a ser la puta ante los ojos de los demás, esos que no tienen problemas y que juzgan a los otros.
 Juan Manuel sabía en donde buscar a Lisa. Muchas veces la esperaba en la estación de trenes, en el mismo banco. La triste chica llegó y lo vio, su hermano estaba borracho otra vez, lo habían despedido del trabajo y ella sabía que la ira de aquel hombre se volcaría sobre ella.

- Vamos a casa. – dijo con un tono común en los borrachos.-

- Voy a ir más tarde Juan. Déjame ver los trenes

- ¿Qué buscas, estúpida? ¡Vamos a casa dije!

Y tomándola del brazo con fuerza, la sacó del andén. Una lágrima gris salía de uno de sus ojos verdes y un tren corría por la vía, lleno de gente, lleno de historias, de vida… mientras la suya se iba de a poco.
Entraron al cuarto, la madre no estaba. Juan Manuel la empujó a la cama, la misma que la protegió la noche anterior, sería ahora el lecho de su miseria. Le sacó la falda con rabia, y la humilló mientras ella, indefensa, lloraba. El calvario nunca duraba más de diez minutos. Hacía seis meses que su hermano abusaba de ella en secreto. Lisa se volvía indefensa, frágil, no era la misma que reflejaba el sol, era una mujer débil, incluso más que la que conocía la luna.

Así seguía su vida, bailando entre la lujuria y la humillación, entre el recuerdo de un amor acaso falso y una culpa profunda que le infundieron y ella nunca comprendió.
Todas las tardes Lisa volvía a la estación al ver pasar a los trenes que nunca se detenían, que eran fuertes y se iban siempre, no se quedaban en la soledad de las estaciones. A veces aparecía Juan Manuel y viajaban juntos al infierno, ella prefería irse en un tren sin rumbo. Otras veces estaba sola y se quedaba imaginando a la gente de los trenes, veía  a los enamorados y soñaba despierta mientras algún cigarrillo se consumía entre sus dedos y deseaba volverse humo también, salir volando lejos hasta mezclarse con alguna nube.

Una vez, mientras paseaba por una plaza, Lisa escuchó una voz que la llamaba, miró a su izquierda y allí la encontró: Una mujer que la miraba dulcemente, como nadie la miraba desde hacía mucho tiempo.

- ¿Quién sos?

- Soy Clara, lo conozco a Juan Manuel. ¿Vos sos Lisa, no?

Las dos se quedaron hablando, más bien Lisa habló y Clara la escuchó.

- Tenés que hablar con María, yo sé que te va a escuchar.

A Lisa le constaba mucho hablar con su madre. La culpa, maldita reguladora. Pero sabía que no iba a poder vivir así mucho tiempo más. Tuvo que soportar el calvario de su hermano tres veces más antes de poder decidirse. Dejó de ir a ver a los trenes y esto volvió loco a su hermano, más loco, porque ahora no sabía en dónde encontrarla. Así fue como un día la joven decidió hablar con su madre. Salió a buscarla, ella salía del trabajo a las seis, había tiempo. Pero maldiciones, horribles maldiciones, Juan Manuel venía con ella. Decidió entonces volver a casa y escribirle.


Mamá:

Hay algo que debes saber, algo que me oprime desde lo más profundo de mí ser.
Aquello que ha matado a tu marido, es eso que me ha matado a mí también. Yo sé que creíste que él se había suicidado, lo sé, pero no. Mario ha muerto por mi culpa.
Mario me había enseñado a hacer el amor cuando yo tenía nueve años. Me dijo que lo hacía para cuidarme y porque me quería. En verdad nunca me gustó, pero yo le creí y siempre lo dejé hacer lo que quería conmigo. Cuando cumplí los dieciséis, hacían ya tres años que Mario no me violaba, yo estaba ya en pareja con Luís, a quien le conté todos mis secretos y que por eso me dejó. Yo lo culpé a Mario y él me dijo que no era así, que Luís no me quería, entonces Mario y yo comenzamos una historia, debo confesar que me enamoré, pero que nunca pude estar sin sentir culpa.
Juan Manuel nos descubrió y amenazó a Mario con la policía, fue entonces que Mario se mató. Juan Manuel y yo decidimos ocultar los motivos, yo creí que mi hermano me ayudaría, fui una estúpida porque el muy hijo de puta empezó a abusar de mí, diciendo que yo tenía la culpa de todo.

Yo no puedo vivir más con estos sentimientos y con el abuso de Juan Manuel, ya no lo soporto más, me duele el alma, mamá.

Espero que me comprendas y me ayudes.

Lisa.



Dejó la carta en el cuarto de su madre y salió a buscar a Clara que estaba en la plaza esperándola.

- Lo hice. – dijo Lisa con la voz entre nerviosa y aliviada.

- ¿Hablaste con María?

- Dejé una carta, ella estaba con Juan Manuel.

- Está bien.

Las dos se dieron un abrazo muy fuerte, lleno de esperanzas.
 Esa noche Lisa no volvió a su casa, se quedó con Clara y le contó sus sueños mientras millones de estrellas las espiaban curiosas. Clara durmió en un sillón y Lisa en su cama, por primera vez, después de tanto tiempo, Lisa no sentía miedo.
 Cerca del medio día, Clara la despertó.

- Tenemos que irnos, tu mamá sabe que estás acá y viene con Juan Manuel. Nos habrá visto el muy hijo de puta.

Clara tomó un bolso y las dos salieron rápidamente.

- ¿Mi mamá le creyó a mi hermano? ¿Qué le dijo?

- No sé, me llamaron. Vamos dale, camina.

Juan Manuel había usado algún truco para convencer a la madre de que la carta era mentira y esta, furiosa por la relación de Lisa con su marido, le había creído.
Las dos chicas estaban llegando a la estación de trenes, la misma en la que Lisa se sentaba a soñar. Clara le extendió un pasaje a Lisa.

- Esto es para vos, subite al tren que viene y no vuelvas nunca más acá.

- Vení conmigo. – suplicó Lisa.

- No puedo, andate y no vuelvas. Tomá el bolso, hay ropa y algo de dinero.

Entonces Lisa y Clara se besaron con amor, un amor real y hermoso. Diez minutos más tarde, Lisa era parte de aquel tren y de la gente que se iba. Recordó el deseo de ser humo y se dio cuenta de que esto era lo más parecido. Las nubes eran los demás que se fundían y volaban lejos. Mientras el tren se alejaba, Clara permanecía inmóvil y decía: “Ya nos vamos a ver… algún día”.


- Llegaste tarde hoy, Clara. ¿Qué pasó? – dijo Aníbal.

- Me sentía mal – respondió la mujer con un tono sombrío.

- Llamó un tipo, viene a verte a las siete, así que cambiá la carita y lavate que este paga bien.


A las siete y cuarto un hombre entró a la habitación. Clara lo esperaba desnuda bajo las sábanas y mordiendo su amargura una vez más; sabía que algún día ella también tendría un tren viajero que la haría volar como vuela el humo de los cigarrillos cuando mueren. 




II


Clara había logrado escapar de su vida, ahora era una futura madre y no quería que su hijo naciera en ese horrible lugar. Fue inmediatamente a buscar a Lisa, a quien no había olvidado ni un solo día, desde la última vez que la había visto, hacía tres años.
¿La recordaría? ¿La aceptaría? Todo esto pensaba Clara mientras, ya bajando del tren, las pequeñas casas del pueblito la recibían. Otra chance.
Fue a un locutorio y pidió la guía de la ciudad. No aparecía el nombre de Lisa, fue una desilusión, preguntó al empleado por un lugar en donde quedarse.
El cuarto era solitario y vacío. Se recostó y cenó algunas verduras y soda.
Al amanecer hacía frío y la mujer se cubrió con las mantas un rato más, aunque sabía que tenía que salir y buscar a su amiga. Intuía que ella seguía en ese pueblo, en donde terminaba el tren, el lugar que la misma Clara había pensado para escapar, pero decidió que Lisa lo necesitaba antes.

La vida de las mujeres es complicada. La mayoría de los hombres las utilizan casi como objetos, como deshechos. Muchos adolescentes han de perder la virginidad en un prostíbulo, sin pensar que ese momento que “los vuelve hombres” – según el pensamiento de una baja cultura- es, al contrario, un hecho totalmente repudiable e indecoroso.
Una revisión total de pensamiento y una mirada efectiva más la imperante clausura de esta creencia de que es “de hombre” el hecho de perder la virginidad, sería harto más efectivo, para la culminación del padecimiento de estas mujeres, que toda la prohibición, la cual nunca ha funcionado.
Podrían aparecer las excepciones convenientes de que hay mujeres que “optan” por trabajar en este ambiente. ¿Realmente alguien elige esta vida? El ser humano busca, rotundamente, desligarse de la culpa que sus actos impúdicos le confiere, he ahí las incoherencias que brotan de sus bocas para lograrlo.


Clara no había elegido la prostitución ni la pobreza; ella era un hada hermosa, como Lisa, pero la gente elegía verle el culo y no las alas. Cayó al pozo como cualquiera puede caerse y le costó mucho trabajo escapar, ir trepando. Ahora estaba en la cúpula, perdida pero con un rumbo. Con tres meses de gestación, aun podía moverse sin dificultades. Deambulaba por las calles preguntando por Lisa Amaya pero no lograba saber nada.
Fue una guitarra acústica la que le llamó la atención. Un neo hippie tocaba blues por monedas. A ella siempre le había gustado la música, soñaba de chica con tener un piano y dar conciertos. Los arpegios de “Tears in heaven” le encantaron y, agotada, se sentó al lado del músico a escucharlo hasta que este hubo de terminar.


- ¿Te gustó? ¿Te gusta el blues?

- Si… fue muy bueno. - Dijo y le extendió una moneda.

- Gracias ¿no sos de acá, no?

- No, vengo del oeste, vine a buscar a una amiga y no tengo en donde quedarme.

El músico la miró un momento. Buscaba algo hasta que notó que Clara esperaba un crío.

- Hay un lugar… en la estación de trenes

- ¿Cuánto cuesta?

Ya empezaba a oscurecer y Clara tenia frió.

- Nada. Vivimos algunos artistas, hay mucha gente que se queda ahí. No es el mejor lugar, tal vez, pero hace frío para estar sola y sin un reparo.

En un trío de vagones viejos que formaban una suerte de triángulo, más de una docena de personas armaban una ronda alrededor de un fogón improvisado. Allí los artesanos nómades, los músicos de calle y algunos bohemios y poetas cantaban sus penas y alegrías. “Vengo con una amiga” – dijo el músico que se había presentado como André. Algunos saludaron a Clara que llegó sujetándose el vientre. Se sentó en un costado y sonreía cuando alguien decía algún chiste o cuando los poetas deliraban. Miró alrededor, pensaba que, tal vez, Lisa podría estar allí.


Al amanecer, el fogón había muerto. Todo el mundo seguía dormido, excepto André, que se había marchado ya.

Clara tomó su bolso y se dispuso a abandonar el lugar.

- ¿Ya te vas? - Preguntó un viejo bohemio que fumaba tranquilo.

- Tengo que irme…

- ¿Comiste algo? Estás pálida, nena

El viejo abrió una lata de arvejas y las puso en una sartén, le agregó aceite y las cocinó en una garrafita que tenía. Luego puso un huevo y queso de rayar

- Te debo la coca. - Bromeó el viejo.

Comieron juntos, Clara hablaba poco, pero el viejo le contaba algunas historias: Como había llegado allí, su pasado como empleado de comercio, el tiempo que estuvo casado.


- Cuídalo mucho- Añadió señalándole el vientre- los míos no me quieren ni ver. - ¿Cómo se va a llamar?

- No sé… si es nena Malena y si es varón… no lo sé.

- Mientras que nazca sano ¿Y vos de donde venís?

- Del Oeste. Busco a una amiga…

- Ya veo... - el viejo enciendó un cigarrillo- ¿Se puede saber cómo se llama?

- Lisa, Lisa Amaya.

- ¡Ahh! ¿Una jovencita, rubia?

- ¡Si esa! ¿La conoce?

- ¡Una hermosura esa chica! Viene aquí a veces. Pero la podes encontrar en la Placita del Bosque ¿Conoces ese bar?

- No, no… hace poco vine. Bah, vine ayer

- Si me esperas un poco vamos. Tengo que esperar que sean las diez, yo vendo flores a un par de cuadras.

Clara se ilusionó con esta chance. Después de tres años volvería a ver a Lisa. Era una oportunidad, una hermosa oportunidad.


El lugar estaba a unos veinte minutos en los que el viejo habló sin parar. Clara estaba lo más atenta posible pero la ansiedad la ensordecía por momentos y las palabras del humeante hombre se desvanecían en el espacio. Llegaron, al fin, a una esquina. El viejo le indicó que caminara dos cuadras más y que ahí estaba la plaza.
Se sentó en un banco. Los chicos jugaban y se mecían en las hamacas rojas, verdes y azules. Toda la plaza respondía a ese patrón de colores. Se imaginó por un momento a ella llevando a un niño a jugar allí ¿Y si era niña? Entonces su fantasía cambiaba e imaginaba una preciosa nena en un tobogán mientras ella y Lisa la acompañaban en el juego.
Como magia, o como una novela absurda, Clara vio a lisa apearse de un coche viejo. Llevaba su dorado cabello convertido en rastas y un vestido de flores. Una princesa hippie. Lisa tendió una manta en el suelo y desplegó sus productos: sahumerios, anillos de coco, collares, etcétera. Al acercarse Clara, la Princesa sonrió y se llenaron de lágrimas de emoción sus ojitos verdes. El abrazo más amoroso que ambas habían recibido, las palabras más sinceras, ese fue su encuentro.


Lisa pasaba la noche en una pensión barata que no se alejaba mucho de aquella plaza. Algunas noches las pasaba con sus amigos en la estación, como el viejo había mencionado antes. Mientras Lisa trabajaba, las dos se contaron todo y se besaban cuando nadie las veía.
Esa noche las dos llegaron a la pensión y cenaron una tarta que Lisa preparó. “Aprendí a cocinar hace poco". -contaba feliz.
Primero fue un beso, luego las caricias y los “te amo”.
El perfume de las dos hadas se mezclaba y era una sola, ambas con la piel desnuda, moviéndose entre las sabanas según el amor les decía. Esos pechos hermosos que serían pronto el alimento de un nuevo ser, fueron el refugio y la superficie de la boca de Lisa, la misma boca que antes hubo de pronunciar temor y hoy solamente era el portal de palabras de amor. Pareció la sufrida Clara olvidarse del tormento de los malditos hombres que pagaban por sexo y se entregó completamente a las piernas de Lisa. No era sudor, era miel, no eran lágrimas, era polvo de hadas… hadas que solamente entre ellas se veían las alas.


Desayunaron un té y galletitas de agua. Escucharon la radio y fueron a la plaza. Al fin la vida parecía encontrar su camino.
Lisa le enseñó a armar collares a su novia que aprendió pronto. Los sahumerios los compraba en Capital Federal y los revendía allí. Pronto las dos armaban sus productos. A veces, cuando había gente allí, Clara se quedaba en el puesto y Lisa deambulaba, ofreciendo sus productos. Gracias a la fama del bar "El Bosque", la clientela aumentaba.


Una noche en la pensión, Clara cocinaba y notó que Lisa tardaba mucho en el baño “¿Estás bien Lisa?" – preguntó, pero la chica no contestaba; en su lugar se escuchaba una tos muy fuerte. Cuando Clara entró, se encontró con Lisa tirada en el suelo casi sin energía. La ayudó a levantarse y la acostó en la cama. Ante sus preguntas, Lisa trataba de calmarla minimizando la situación. Comieron y se quedaron dormidas mientras el locutor de la radio anunciaba tormentas.
Fueron dos días negros en los que no se pudo trabajar. Tomaban té y galletitas de agua, era duro pero sabían ¡quién más que ellas! Que de eso está repleta la vida.
Lisa volvió a colapsar justo la noche que los astros aparecían otra vez.


Esa mañana Clara le ordenó a Lisa que guardara reposo, ella saldría sola a trabajar. Luego, si no mejoraba, ambas acordaron que visitarían al médico.



Último tramo


El SIDA es una enfermedad provocada por los virus del H.I.V. Se contrae por el contacto de los fluidos sexuales o por la sangre. En casos de promiscuidad sexual, el SIDA es más fácil de contraer, el alcoholismo y la drogadicción son factores propicios para enfermarse. El estudio anunciaba un 99 % de positividad en la sangre de Lisa; Clara se hizo el estudio pero, por suerte para ella, era 0%. Lisa recordó que su hermano, ese horrible ser, estaba mal de salud y que, seguramente, le había contagiado la enfermedad.


La luz de Lisa disminuía cada día un poco más. No tenía ganas de comer y se sentía débil con frecuencia. Clara debía obligarla a alimentarse y a protegerse del frió.

- ¡Es una mierda todo! ¡Mira este hijo de puta, no me puedo escapar de él!

- Ahora estamos juntas, Lisa. Yo te quiero, vos lo sabes.

- ¿Por qué me tuvo que cagar así? ¡Me voy a morir, Clara! No voy a poder estar con vos… Mi amor – mientras pronunciaba estas palabras, la voz de lisa se iba desvaneciendo para darle lugar al llanto.


Esa noche hicieron el amor. Cinco meses después, Lisa murió, poco antes de que naciera la beba de Clara.

Soledad. El único sentimiento que experimentó Clara hasta que, el diez de agosto, nació Lisa, su hija, su hada de alas hermosas.