Sentada
en un banco de la estación de trenes, Lisa miraba todo y casi como que rogaba
que nada la vuelva a lastimar. Dio una pitada, ya iban más de diez, y conservó
en su boca el humo unos segundos. Antes de dispararlo largó un poco por sus
fosas nasales y luego sí, sopló el humo, conservando el alquitrán mientras
pensaba: “No puedo más”.
Hacía
una vida que Lisa estaba sola. Cuando alguien dice que se siente solo, cuando
se lo hace sin la intención de llamar la atención, uno se habla a sí mismo,
quien de verdad está sufriendo de soledad no lo aúlla, se lo guarda, lo procesa
y luego lo aniquila junto a su cuerpo que también muere en ese mismo instante
para vagar quién sabe por qué universo. Ella decidió mostrarse como una mujer
fría, sin sentimientos. Entonces su cuerpo se rendía en varias camas de caballeros
diablos a los que complacía satisfaciendo así su dolor y luego, cuando ellos se
apegaban a su belleza, a su piel floral y la hermosura de su culo; Lisa los
dejaba y se llevaba el trofeo de aquel honor machista, que luego sus lágrimas
de pena habrían de oxidar y echar a perder para buscar uno nuevo.
El
amor más puro que ella había sentido estaba convertido en cenizas ya. Su
hermano Juan Manuel y su madre, María, eran lo único que tenía, pero eran,
también, lo peor de su vida. Su madre la odiaba porque creía que su marido,
padrastro de Lisa, se había suicidado por culpa de la joven, sin duda un
malentendido de esos que nunca se entienden por aquella maldición de no hablar
ni confiar. Le vivía haciendo reproches, críticas, planteos absurdos y todo lo
que la lastimara. Juan Manuel era quien la alejó de su amor aquella vez, el que
ahora manipulaba y le sacaba lágrimas de sus ojos con palabras – puñales.
Una noche de otoño, Lisa llegaba a su casa. Había estado toda la tarde en una
plaza leyendo poesía barata y fumando como la primera vez… o la última.
-
Otra vez, Lisa…
-
¿Otra vez qué?
-
¿En dónde estabas? – Preguntó su madre con un gesto horrible en los ojos - .
-
Por ahí… sola.
-
Juan Manuel te fue a buscar, no quiere que andes con cualquiera ¿Vos sabes lo
que tenemos que soportar cuando salimos a la calle? ¡La gente te ve como a una
puta!
Y
Lisa optaba por no responder. Con un orgullo disimulado y su habitual risa
plástica, se iba a su cuarto, su templo y su infierno. En ese cuarto recordaba
su pasado. Le gustaba escribir:
“Noche, noche solitaria
en donde soy yo en verdad,
nadie me mira más que los
recuerdos,
más que mi propio ser…
Y aquel amor que padecí y perseguí
por tanto tiempo
me llevó a lo que hoy he de ser yo,
tanto con el sol, como con la lluvia…”
Un
desgarro era su alma ¿Qué es el alma? No lo sabía, pero sentía que algo le
dolía adentro suyo. Entonces se aferraba con sus dedos a la almohada y con su
cabeza apoyada en la única suavidad que visitaba, se dormía o, a veces, solo
cerraba los ojos para esperar al sol y entonces ser fuerte o al menos
parecerlo. Despertaba y entonces sucumbía ante la pulsión sexual, carcelera de
su persona, en los brazos de algún hombre para intentar reemplazarlo a él… a él
una vez más. Luego volvería a llorar, a quebrarse, a ser la puta ante los ojos
de los demás, esos que no tienen problemas y que juzgan a los otros.
Juan
Manuel sabía en donde buscar a Lisa. Muchas veces la esperaba en la estación de
trenes, en el mismo banco. La triste chica llegó y lo vio, su hermano estaba
borracho otra vez, lo habían despedido del trabajo y ella sabía que la ira de
aquel hombre se volcaría sobre ella.
-
Vamos a casa. – dijo con un tono común en los borrachos.-
-
Voy a ir más tarde Juan. Déjame ver los trenes
-
¿Qué buscas, estúpida? ¡Vamos a casa dije!
Y
tomándola del brazo con fuerza, la sacó del andén. Una lágrima gris salía de
uno de sus ojos verdes y un tren corría por la vía, lleno de gente, lleno de
historias, de vida… mientras la suya se iba de a poco.
Entraron
al cuarto, la madre no estaba. Juan Manuel la empujó a la cama, la misma que la
protegió la noche anterior, sería ahora el lecho de su miseria. Le sacó la
falda con rabia, y la humilló mientras ella, indefensa, lloraba. El calvario
nunca duraba más de diez minutos. Hacía seis meses que su hermano abusaba de
ella en secreto. Lisa se volvía indefensa, frágil, no era la misma que
reflejaba el sol, era una mujer débil, incluso más que la que conocía la luna.
Así
seguía su vida, bailando entre la lujuria y la humillación, entre el recuerdo
de un amor acaso falso y una culpa profunda que le infundieron y ella nunca
comprendió.
Todas
las tardes Lisa volvía a la estación al ver pasar a los trenes que nunca se
detenían, que eran fuertes y se iban siempre, no se quedaban en la soledad de
las estaciones. A veces aparecía Juan Manuel y viajaban juntos al infierno,
ella prefería irse en un tren sin rumbo. Otras veces estaba sola y se quedaba
imaginando a la gente de los trenes, veía a los enamorados y soñaba despierta
mientras algún cigarrillo se consumía entre sus dedos y deseaba volverse humo
también, salir volando lejos hasta mezclarse con alguna nube.
Una
vez, mientras paseaba por una plaza, Lisa escuchó una voz que la llamaba, miró
a su izquierda y allí la encontró: Una mujer que la miraba dulcemente, como
nadie la miraba desde hacía mucho tiempo.
-
¿Quién sos?
-
Soy Clara, lo conozco a Juan Manuel. ¿Vos sos Lisa, no?
Las
dos se quedaron hablando, más bien Lisa habló y Clara la escuchó.
- Tenés
que hablar con María, yo sé que te va a escuchar.
A
Lisa le constaba mucho hablar con su madre. La culpa, maldita reguladora. Pero
sabía que no iba a poder vivir así mucho tiempo más. Tuvo que soportar el
calvario de su hermano tres veces más antes de poder decidirse. Dejó de ir a
ver a los trenes y esto volvió loco a su hermano, más loco, porque ahora no
sabía en dónde encontrarla. Así fue como un día la joven decidió hablar con su
madre. Salió a buscarla, ella salía del trabajo a las seis, había tiempo. Pero
maldiciones, horribles maldiciones, Juan Manuel venía con ella. Decidió
entonces volver a casa y escribirle.
Mamá:
Hay algo que debes saber, algo que
me oprime desde lo más profundo de mí ser.
Aquello que ha matado a tu marido,
es eso que me ha matado a mí también. Yo sé que creíste que él se había
suicidado, lo sé, pero no. Mario ha muerto por mi culpa.
Mario me había enseñado a hacer el
amor cuando yo tenía nueve años. Me dijo que lo hacía para cuidarme y porque me
quería. En verdad nunca me gustó, pero yo le creí y siempre lo dejé hacer lo
que quería conmigo. Cuando cumplí los dieciséis, hacían ya tres años que Mario
no me violaba, yo estaba ya en pareja con Luís, a quien le conté todos mis
secretos y que por eso me dejó. Yo lo culpé a Mario y él me dijo que no era
así, que Luís no me quería, entonces Mario y yo comenzamos una historia, debo
confesar que me enamoré, pero que nunca pude estar sin sentir culpa.
Juan Manuel nos descubrió y amenazó
a Mario con la policía, fue entonces que Mario se mató. Juan Manuel y yo
decidimos ocultar los motivos, yo creí que mi hermano me ayudaría, fui una
estúpida porque el muy hijo de puta empezó a abusar de mí, diciendo que yo
tenía la culpa de todo.
Yo no puedo vivir más con estos
sentimientos y con el abuso de Juan Manuel, ya no lo soporto más, me duele el
alma, mamá.
Espero que me comprendas y me
ayudes.
Lisa.
Dejó
la carta en el cuarto de su madre y salió a buscar a Clara que estaba en la
plaza esperándola.
-
Lo hice. – dijo Lisa con la voz entre nerviosa y aliviada.
- ¿Hablaste
con María?
-
Dejé una carta, ella estaba con Juan Manuel.
-
Está bien.
Las
dos se dieron un abrazo muy fuerte, lleno de esperanzas.
Esa
noche Lisa no volvió a su casa, se quedó con Clara y le contó sus sueños
mientras millones de estrellas las espiaban curiosas. Clara durmió en un sillón
y Lisa en su cama, por primera vez, después de tanto tiempo, Lisa no sentía
miedo.
Cerca
del medio día, Clara la despertó.
-
Tenemos que irnos, tu mamá sabe que estás acá y viene con Juan Manuel. Nos
habrá visto el muy hijo de puta.
Clara
tomó un bolso y las dos salieron rápidamente.
-
¿Mi mamá le creyó a mi hermano? ¿Qué le dijo?
- No
sé, me llamaron. Vamos dale, camina.
Juan
Manuel había usado algún truco para convencer a la madre de que la carta era
mentira y esta, furiosa por la relación de Lisa con su marido, le había creído.
Las
dos chicas estaban llegando a la estación de trenes, la misma en la que Lisa se
sentaba a soñar. Clara le extendió un pasaje a Lisa.
- Esto
es para vos, subite al tren que viene y no vuelvas nunca más acá.
- Vení
conmigo. – suplicó Lisa.
- No
puedo, andate y no vuelvas. Tomá el bolso, hay ropa y algo de dinero.
Entonces
Lisa y Clara se besaron con amor, un amor real y hermoso. Diez minutos más
tarde, Lisa era parte de aquel tren y de la gente que se iba. Recordó el deseo
de ser humo y se dio cuenta de que esto era lo más parecido. Las nubes eran los
demás que se fundían y volaban lejos. Mientras el tren se alejaba, Clara
permanecía inmóvil y decía: “Ya nos vamos a ver… algún día”.
- Llegaste
tarde hoy, Clara. ¿Qué pasó? – dijo Aníbal.
- Me
sentía mal – respondió la mujer con un tono sombrío.
- Llamó
un tipo, viene a verte a las siete, así que cambiá la carita y lavate que
este paga bien.
A
las siete y cuarto un hombre entró a la habitación. Clara lo esperaba desnuda
bajo las sábanas y mordiendo su amargura una vez más; sabía que algún día ella
también tendría un tren viajero que la haría volar como vuela el humo de los
cigarrillos cuando mueren.
II
Clara había
logrado escapar de su vida, ahora era una futura madre y no quería que su hijo
naciera en ese horrible lugar. Fue inmediatamente a buscar a Lisa, a quien no
había olvidado ni un solo día, desde la última vez que la había visto, hacía
tres años.
¿La
recordaría? ¿La aceptaría? Todo esto pensaba Clara mientras, ya bajando del
tren, las pequeñas casas del pueblito la recibían. Otra chance.
Fue
a un locutorio y pidió la guía de la ciudad. No aparecía el nombre de Lisa, fue
una desilusión, preguntó al empleado por un lugar en donde quedarse.
El
cuarto era solitario y vacío. Se recostó y cenó algunas verduras y soda.
Al
amanecer hacía frío y la mujer se cubrió con las mantas un rato más, aunque
sabía que tenía que salir y buscar a su amiga. Intuía que ella seguía en ese
pueblo, en donde terminaba el tren, el lugar que la misma Clara había pensado
para escapar, pero decidió que Lisa lo necesitaba antes.
La
vida de las mujeres es complicada. La mayoría de los hombres las utilizan casi
como objetos, como deshechos. Muchos adolescentes han de perder la virginidad
en un prostíbulo, sin pensar que ese momento que “los vuelve hombres” – según
el pensamiento de una baja cultura- es, al contrario, un hecho totalmente repudiable
e indecoroso.
Una
revisión total de pensamiento y una mirada efectiva más la imperante clausura
de esta creencia de que es “de hombre” el hecho de perder la virginidad, sería
harto más efectivo, para la culminación del padecimiento de estas mujeres, que
toda la prohibición, la cual nunca ha funcionado.
Podrían
aparecer las excepciones convenientes de que hay mujeres que “optan” por
trabajar en este ambiente. ¿Realmente alguien elige esta vida? El ser humano
busca, rotundamente, desligarse de la culpa que sus actos impúdicos le confiere,
he ahí las incoherencias que brotan de sus bocas para lograrlo.
Clara
no había elegido la prostitución ni la pobreza; ella era un hada hermosa, como
Lisa, pero la gente elegía verle el culo y no las alas. Cayó al pozo como
cualquiera puede caerse y le costó mucho trabajo escapar, ir trepando. Ahora
estaba en la cúpula, perdida pero con un rumbo. Con tres meses de gestación,
aun podía moverse sin dificultades. Deambulaba por las calles preguntando por
Lisa Amaya pero no lograba saber nada.
Fue
una guitarra acústica la que le llamó la atención. Un neo hippie tocaba blues
por monedas. A ella siempre le había gustado la música, soñaba de chica con
tener un piano y dar conciertos. Los arpegios de “Tears in heaven” le encantaron
y, agotada, se sentó al lado del músico a escucharlo hasta que este hubo de
terminar.
-
¿Te gustó? ¿Te gusta el blues?
-
Si… fue muy bueno. - Dijo y le extendió una moneda.
-
Gracias ¿no sos de acá, no?
-
No, vengo del oeste, vine a buscar a una amiga y no tengo en donde quedarme.
El
músico la miró un momento. Buscaba algo hasta que notó que Clara esperaba un
crío.
-
Hay un lugar… en la estación de trenes
-
¿Cuánto cuesta?
Ya
empezaba a oscurecer y Clara tenia frió.
-
Nada. Vivimos algunos artistas, hay mucha gente que se queda ahí. No es el
mejor lugar, tal vez, pero hace frío para estar sola y sin un reparo.
En
un trío de vagones viejos que formaban una suerte de triángulo, más de una
docena de personas armaban una ronda alrededor de un fogón improvisado. Allí
los artesanos nómades, los músicos de calle y algunos bohemios y poetas
cantaban sus penas y alegrías. “Vengo con una amiga” – dijo el músico que se
había presentado como André. Algunos saludaron a Clara que llegó sujetándose el
vientre. Se sentó en un costado y sonreía cuando alguien decía algún chiste o
cuando los poetas deliraban. Miró alrededor, pensaba que, tal vez, Lisa podría
estar allí.
Al
amanecer, el fogón había muerto. Todo el mundo seguía dormido, excepto André,
que se había marchado ya.
Clara
tomó su bolso y se dispuso a abandonar el lugar.
-
¿Ya te vas? - Preguntó un viejo bohemio que fumaba tranquilo.
-
Tengo que irme…
-
¿Comiste algo? Estás pálida, nena
El
viejo abrió una lata de arvejas y las puso en una sartén, le agregó aceite y
las cocinó en una garrafita que tenía. Luego puso un huevo y queso de rayar
-
Te debo la coca. - Bromeó el viejo.
Comieron
juntos, Clara hablaba poco, pero el viejo le contaba algunas historias: Como
había llegado allí, su pasado como empleado de comercio, el tiempo que estuvo
casado.
-
Cuídalo mucho- Añadió señalándole el vientre- los míos no me quieren ni ver. -
¿Cómo se va a llamar?
-
No sé… si es nena Malena y si es varón… no lo sé.
-
Mientras que nazca sano ¿Y vos de donde venís?
-
Del Oeste. Busco a una amiga…
-
Ya veo... - el viejo enciendó un cigarrillo- ¿Se puede saber cómo se llama?
-
Lisa, Lisa Amaya.
-
¡Ahh! ¿Una jovencita, rubia?
-
¡Si esa! ¿La conoce?
-
¡Una hermosura esa chica! Viene aquí a veces. Pero la podes encontrar en la Placita del Bosque
¿Conoces ese bar?
-
No, no… hace poco vine. Bah, vine ayer
-
Si me esperas un poco vamos. Tengo que esperar que sean las diez, yo vendo
flores a un par de cuadras.
Clara
se ilusionó con esta chance. Después de tres años volvería a ver a Lisa. Era
una oportunidad, una hermosa oportunidad.
El
lugar estaba a unos veinte minutos en los que el viejo habló sin parar. Clara
estaba lo más atenta posible pero la ansiedad la ensordecía por momentos y las
palabras del humeante hombre se desvanecían en el espacio. Llegaron, al fin, a
una esquina. El viejo le indicó que caminara dos cuadras más y que ahí estaba
la plaza.
Se
sentó en un banco. Los chicos jugaban y se mecían en las hamacas rojas, verdes
y azules. Toda la plaza respondía a ese patrón de colores. Se imaginó por un
momento a ella llevando a un niño a jugar allí ¿Y si era niña? Entonces su
fantasía cambiaba e imaginaba una preciosa nena en un tobogán mientras ella y
Lisa la acompañaban en el juego.
Como
magia, o como una novela absurda, Clara vio a lisa apearse de un coche viejo.
Llevaba su dorado cabello convertido en rastas y un vestido de flores. Una
princesa hippie. Lisa tendió una manta en el suelo y desplegó sus productos:
sahumerios, anillos de coco, collares, etcétera. Al acercarse Clara, la Princesa sonrió y se
llenaron de lágrimas de emoción sus ojitos verdes. El abrazo más amoroso que
ambas habían recibido, las palabras más sinceras, ese fue su encuentro.
Lisa
pasaba la noche en una pensión barata que no se alejaba mucho de aquella plaza.
Algunas noches las pasaba con sus amigos en la estación, como el viejo había
mencionado antes. Mientras Lisa trabajaba, las dos se contaron todo y se
besaban cuando nadie las veía.
Esa
noche las dos llegaron a la pensión y cenaron una tarta que Lisa preparó.
“Aprendí a cocinar hace poco". -contaba feliz.
Primero
fue un beso, luego las caricias y los “te amo”.
El
perfume de las dos hadas se mezclaba y era una sola, ambas con la piel desnuda,
moviéndose entre las sabanas según el amor les decía. Esos pechos hermosos que
serían pronto el alimento de un nuevo ser, fueron el refugio y la superficie de
la boca de Lisa, la misma boca que antes hubo de pronunciar temor y hoy
solamente era el portal de palabras de amor. Pareció la sufrida Clara olvidarse
del tormento de los malditos hombres que pagaban por sexo y se entregó
completamente a las piernas de Lisa. No era sudor, era miel, no eran lágrimas,
era polvo de hadas… hadas que solamente entre ellas se veían las alas.
Desayunaron
un té y galletitas de agua. Escucharon la radio y fueron a la plaza. Al fin la
vida parecía encontrar su camino.
Lisa
le enseñó a armar collares a su novia que aprendió pronto. Los sahumerios los
compraba en Capital Federal y los revendía allí. Pronto las dos armaban sus
productos. A veces, cuando había gente allí, Clara se quedaba en el puesto y
Lisa deambulaba, ofreciendo sus productos. Gracias a la fama del bar "El
Bosque", la clientela aumentaba.
Una
noche en la pensión, Clara cocinaba y notó que Lisa tardaba mucho en el baño
“¿Estás bien Lisa?" – preguntó, pero la chica no contestaba; en su lugar
se escuchaba una tos muy fuerte. Cuando Clara entró, se encontró con Lisa
tirada en el suelo casi sin energía. La ayudó a levantarse y la acostó en la
cama. Ante sus preguntas, Lisa trataba de calmarla minimizando la situación.
Comieron y se quedaron dormidas mientras el locutor de la radio anunciaba
tormentas.
Fueron
dos días negros en los que no se pudo trabajar. Tomaban té y galletitas de
agua, era duro pero sabían ¡quién más que ellas! Que de eso está repleta la
vida.
Lisa
volvió a colapsar justo la noche que los astros aparecían otra vez.
Esa
mañana Clara le ordenó a Lisa que guardara reposo, ella saldría sola a
trabajar. Luego, si no mejoraba, ambas acordaron que visitarían al médico.
Último tramo
El
SIDA es una enfermedad provocada por los virus del H.I.V. Se contrae por el
contacto de los fluidos sexuales o por la sangre. En casos de promiscuidad
sexual, el SIDA es más fácil de contraer, el alcoholismo y la drogadicción son
factores propicios para enfermarse. El estudio anunciaba un 99 % de positividad
en la sangre de Lisa; Clara se hizo el estudio pero, por suerte para ella, era
0%. Lisa recordó que su hermano, ese horrible ser, estaba mal de salud y que,
seguramente, le había contagiado la enfermedad.
La
luz de Lisa disminuía cada día un poco más. No tenía ganas de comer y se sentía
débil con frecuencia. Clara debía obligarla a alimentarse y a protegerse del
frió.
-
¡Es una mierda todo! ¡Mira este hijo de puta, no me puedo escapar de él!
-
Ahora estamos juntas, Lisa. Yo te quiero, vos lo sabes.
-
¿Por qué me tuvo que cagar así? ¡Me voy a morir, Clara! No voy a poder estar
con vos… Mi amor – mientras pronunciaba estas palabras, la voz de lisa se iba
desvaneciendo para darle lugar al llanto.
Esa
noche hicieron el amor. Cinco meses después, Lisa murió, poco antes de que
naciera la beba de Clara.
Soledad.
El único sentimiento que experimentó Clara hasta que, el diez de agosto, nació
Lisa, su hija, su hada de alas hermosas.