Y
sus zapatos tienen los cordones desatados otra vez. -No sueltes tu globo que yo
te hago un nudo que no se va a deshacer. Pero él se ríe y sale corriendo; tengo
que cuidarlo como si fuera mi hijo, pero mi hijo no es. Finalmente lo alcanzo y
lo miro tratando de verme severo, pero no lo soy y se me ablanda la cara,
entonces me río y él se deja atar los cordones. Pobre viejito, la gente parece
tenerle asco y yo lo quiero. Tiene casi ochenta años, pero se comporta como un
niñito de tres. Aunque haya sido su culpa, aunque todo haya sido su culpa, yo
lo entiendo, todos hacemos cosas, todos erramos.
Tampoco
soy su hijo, no soy su nieto, no soy su sobrino ni nada de eso... yo, yo soy él
mismo. Y trato de reírme de las cosas que hace pero en el fondo me duele mucho,
y el dolor es por saber cómo voy a terminar si no hay otro... otro yo, por así
decirlo. Es que el viejo se puso a ver fotos viejas y es tanto lo que lloró que
de la foto salí yo, él mismo pero con muchos años menos. Vine para cuidarlo,
para ayudarlo, porque estaba tan solo que tuvo que imaginar que estas cosas
podían pasar, se lo tuvo que creer y todos los días alimenta esa fantasía como
puede, aunque ya casi no puede más.
Le
compré el globo, los zapatos que siempre quisimos y una camisa que espero no
tener que usar cuando llegue a esa edad. En sus momentos de lucidez le pregunto
cosas para saber cómo pudo terminar así, él que supo tener amigos, amores y suerte.
Pero es imposible, son lapsos muy cortos y solo me logra decir que hay un
cuaderno en algún lugar que no recuerda. No puedo buscarlo porque se enfurece
cuando alguien toca sus cosas, así fue siempre, yo lo sé muy bien. Y otra vez
hay que seguir cuidando de él. Me apena mucho pensar en contratar a una
enfermera, pues el pobre nunca hubiese querido eso, mas es complicado tener que
cuidar de un niño de ochenta, bueno, de casi ochenta años. Algo peor es pensar
en... sí, a veces pienso en que le falta muy poco tiempo para irse de este
mundo, y el pobre nada pudo lograr durante su corta vida. El cuaderno, me
enfurece pensar en ese cuaderno tan misterioso; me pregunto miles de veces qué
habrá escrito en él y la duda me carcome el cerebro al pensar cuándo, en qué
momento de su vida decidió escribir algo en donde explica porqué ha quedado...
así.
Un
día me atrevo a revisar sus cosas, el viejo duerme y no se da cuenta de nada.
Después de un rato lo veo, ahí está el cuaderno y... maldición, es el mismo
cuaderno que guardo desde los catorce años y en él solo hay poesías, todas
mías, una peor que la otra. Pero el cuaderno está completo, no como el mío que
está por la mitad, aunque hay una sola hoja en blanco y entonces me pregunto si
debo escribir yo o dejársela a él, pero luego me pregunto si, tal vez, él
podría seguir escribiendo. Entonces una página, la última en la que escribió
tiene la fecha de ayer, la leo, es magnífica, parece hecha por un poeta de
verdad. Se me cae una lágrima y guardo el cuaderno en su lugar. Entonces me
quedo un rato pensando y no hago nada, solo estoy allí. Cuando él muera volveré
a donde sea que pertenezco, si es que hay todavía un lugar para mí. Comienzo a
desaparecer y me convierto en letras negras que caen sobre una hoja, una hojita
blanca, la última de un cuaderno. Soy yo, aunque no entiendo muy bien lo que
sucede, tampoco lo que ya pasó.
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