martes, 3 de junio de 2014

El ruido

Cuestiones. Se encontraba absorto en cuestiones y de ahí no salía su vida. Su mente divagaba tanto que a veces la realidad se mezclaba con las alusinaciones. Todo permanecía quieto, en el mismo espacio, tan solo se movía para ceder ante los destrozos. En ningún lugar de su cabeza había espacio para proyectar, todo era eso, cuestiones problemáticas y entonces las alusinaciones que, de algún modo, lo engañaban para poder seguir. Tomó una taza de café y se sentó en la sala. El aroma tan particular y el humo lo conmovían. Sacudió la cabeza. De repente le vino un lapso de vida. Tal vez las cosas se aclararan desde entonces, tal vez... nada de eso. Todo ocurría en la muerte de la tarde, con el cielo casi a oscuras, el sol a punto de desaparecer; igual que en su cabeza, todo estaba a medias, nada era completo. Se levantó y enseguida comenzó a mirar por la ventana queriendo ver a qué se enfrentaría al cruzar la puerta. Lo que había era lo mismo, un poco más de nada. Se dejó caer en el sillón y entrecerró los ojos, con una mano se tomaba la cabeza dándose a sí mismo una pose trágica. Se resfregó los ojos y bostezó dos veces. Un sonido se apaerició de repente y se alargaba cada vez más. Primero pensó que se trataba de algún insecto y no le dió importancia alguna, mas como el sonido insistía en hacerse notar, comenzó a buscarlo con la mirada. Se preguntó por qué hacía esto, pero no quiso buscarle la solución, siguió con la vista a todo lo que le parecía, de momento, que estaba haciendo aquel ruido. Y no pudo descubrir nada, nada en la sala estaba haciendo ningún sonido. Se puso de pie y revisó los electrodomésticos. Nada. Fue a su cuarto, pero de allí tampoco venía aquel ruido, aunque todavía se escuchaba, como a lo lejos y difuso. Siguió buscando por toda la casa y era como si el intruso se escondiera. Pensó en ponerle un nombre, ¿Cómo podemos llamar a un sonido si no sabemos de dónde proviene? Se llenó de nombres que descartó enseguida para reemplazar rápidamente por otros, todos muy absurdos o que no llegaban a darle alguna solución. Aparentemente el ruido seguiría allí. Temió que aquello fuera eterno, que nunca acabara y que fuera su única compañía para siempre. Esta idea lo asustó y volvió a su sillón, esta vez subió las rodillas a la altura del pecho y se abrazó las piernas él mismo, como queriendo protegerse de algo. En ningún momento se le ocurrió pensar en que tal molestia provenía del más allá. Ignoraba lo que no conocía y poca importancia le daba a aquellas cosas de las que hablan en las iglesias y lugares por el estilo. Tan solo un segundo más y podría volverse loco. No dejaba de tener miedo, entonces cerró los ojos y comenzó a hamacarse. "Parezco un loco", pensó. Abrió los ojos, quería ver de nuevo, tal vez así pasara el tiempo y aquel ruido infernal dejara de buscarlo. Una vez más revolvía la habitación con la mirada, había que encontrar una solución y de inmediato.
Eran las nueve de la noche. En la calle no se movía casi nadie. Un barrio en los suburbios, lleno de casitas con familias en las que entraban las personas más cansadas y aburridas del mundo, nada podía pasar. Entonces ¿por qué no dejaba ya de molestarlo aquel ruido? ¿Acaso pasarían los días enteros hasta que alguien hiciera algo? Se había rendido, creía que no estaba a su alcance el cese del  ruido y que tendría que buscar a otro que lo hiciera por el. Digitaba lentamente, pensando cada vez que lo hacía, hasta que el teléfono le indicó que la llamada se había realizado. Al otro lado estaba Martín, un viejo conocido suyo.
- ¿Hola?
- Martin, necesito ayuda... es que... hay algo en mi casa, no sé qué puede ser.
- ¿Javier, sos vos? ¿Qué pasa?
- Hay un sonido que me está volviendo loco... me está asustando ¿Podrías venir?
- No lo sé... en verdad estoy muy ocupado.

Claro, así sería la cosa. Entonces no llamó. Cuando del otro lado atendieron, simplemente cortó y volvió a su sillón ¿A quién podría confiarle su angustia de aquella noche? Le parecía hasta ridículo que alguien le creyera lo que pasaba. "Es un ruido ¿Tanto te molesta?", le dirían seguramente. No, nada se podía hacer, en nadie se podía confiar. Estaba solo en esto y solo tenía que salir.
La calle, claro, allí no lo perseguiría el sonido. Luego, cuando estuvo a un paso de salir, se le ocurrió que, a lo mejor, si lo dejaba solo, el sonido haría de las suyas y se prolongaría por toda la casa, ya no solo en la sala y entonces él ya no podría volver nunca. Si no tenía su casa, ya nada tendría y pasaría el resto de su vida como inquilino de un monstruo, o peor, en la calle. Biiiip, biiiip, seguía el sonido, alargándose cada vez más. Biiiiiiiiiiiiiiip.
Las doce, culminación de una noche, comienzo de un nuevo día. Se detuvo en esto, meditó sobre la situación que, solo por momentos, le parecía ridícula, pero enseguida volvía a prestarle atención y todo comenzaba otra vez. "¡El diablo te lleve, sonido del infierno!", gritaba con fuerza, apretando los dientes después de cada palabra. Estaba rabioso y comenzó a romper todo lo que veía. Los platos se estrellaban en el suelo, la mesa hizo un estruendo que por un segundo silenció al ruido que lo atormentaba, entonces se calmó y puso de pie al mueble, luego lo tiró y notó que cada vez que un sonido seco se producía, el ruido paraba al menos por un segundo. Era en ese segundo cuando su mente se aclaraba y así se desarrollaban ideas que lo ayudaban, que le servirían para deshacerse del problema. Rápidamente se puso en marcha. Juntó trabajosamente todos los muebles de su casa y los colocó con la distancia suficiente para que, al caer, no se chocaran entre sí. Una vez que tuvo todo listo comenzó a hacerlos caer, uno detrás del otro y así se produjo una secuncia de sonidos que le daban tiempo, tiempo para pensar. Cuando ya todo estaba en el suelo, el ruido volvía a presentarse, intacto, no se debilitaba con nada, tan solo se apagaba por un mísero segundo cuando un sonido seco tomaba la atmósfera. Pero al cabo de algunos minutos la tarea se le hizo imposible, el solo hecho de levantar los muebles uno por uno (téngase en cuenta el ropero de dos metros, la mesa de algarrobo, las alacenas que desamuró de las paredes, dos puertas y una biblioteca.), le produjo un agotamiento físico que no pudo soportar. Se rindió. De nuevo en el sillón, lo único que hacía era maldecir una y otra vez hasta que tuvo una idea: al día siguiente compraría un bombo. "Claro, si toco el bombo, voy a poder concentrar más segundos a mi favor y así poder pensar bien, casi sin interrupciones. Ahora, lo único que tengo que hacer es esperar a que amanezca, no voy a conseguir nada a esta hora, maldición ¿Por qué no pasó antes, cuando estaba aburrido y sin nada que hacer? Bueno, tranquilo - se decía a sí mismo.- en algunas horas esto se termina, solo tengo que esperar a que sean... a eso de las diez, sí, supongo que a esa hora voy a encontrar algún lugar abierto en donde comprar un bombo y así pondré fin a esta locura. Por lo pronto tengo que guardar la calma y..." Así estuvo hasta entrada la madrugada, hablando solo, hasta que calló en un sueño profundo.
"¡Qué tarde que se me hizo!", dijo cuando se despertó a la una de la tarde del día siguiente. "Ese ruido maldito debe andar por ahí, queriendo volver y yo sin nada para enfrentarlo. Pero no, acá no vuelve el muy condenado". Salió y caminó con paso ligero hasta la avenida, en donde creía haber visto una casa de música alguna vez. La encontró, era un lugar chico al que nunca había entrado. Al cabo de un momento salió con un enorme bombo y en su rostro se dibujaba una sonrisa victoriosa. Aunque eso tan solo sería el comienzo, pensaba que pronto se acabaría aquella desagradable situación que lo tenía tan preocupado.
Bom, bom, bom..., hacía sonar el bombo. Estuvo haciéndolo sonar durante media hora, aprovechando lapsos de pensamiento que le duraban un segundo. Parecía no haberse dado cuenta que, desde el momento en el que se había quedado dormido, hasta ahora que tocaba aquel bombo sin cesar, el ruido de la víspera no había vuelto y que todo aquello era un sin sentido. Nada, seguía y seguía...

Los vecinos, extrañados por la actividad de este hombre que vivía solo y de cuya casa se oía un bombo interminable, comenzaron a crear toda clase de suposiciones acerca de las actividades que este realizaba: "Nunca habla con nadie", "Tiene cara de loco", "A mi me mira feo", todo así. Mientras todo esto se decía, el sonido era el mismo: Bom, bom, bom... Trataba de pensar. 

Los perros de la calle perdida

Los veía correr y mientras movían sus piernas se reían, ladronas de poca monta. No era un crimen, le daban de comer a unos perros, ellos mismos eran como perros, dos locos que se amaban con locura, la misma locura que emanaban cuando corrían así cada tarde. Casi todos los odiaban porque a la gente no le gustan los ladrones, dicen que robar está mal y que las cosas tienen dueño. Propiedad es robo, dicen los que saben y estos dos ni siquiera conocían aquel concepto, lo hacían porque lo hacían, nunca lastimaron a nadie. Era él un gato alquimista, ella la zorra alquimista, los dos uno solo, ellos, los ladrones de la calle perdida.

Luminoso nada, cerrado el paso, los bares se aguantan sobre los hombros un montón de historias, entonces un día lo vi al muy zorro sentado con una botella de cerveza en su mesa, se le reía hasta el culo y una mina lo abrazaba, no era ella, no era la alquimista, se trataba de una hueca hembra de buenas piernas, nada que ver con la locura, puro dinero lo que buscaba, debería ignorar que él era un ladrón, un ladrón con mujer. Pero antes de que me sintiera mal por la mujer, la vi que entraba por la puerta y se acercaba al zorro anarquista. Sin sorpresa, ella caminaba hacia él. Los descubrí, no eran pareja, era puro folclore, una lírica para una canción de la radio. Under, muy under y florido, todo fluorescente y divertido, pero pintado oscuro, una historia tremenda, ella era su hermana. Me pregunté si la farsa sería aún más grande cuando pusieron un casette y pidieron más cerveza, los perros tal vez no recibieran lo suyo aquella tarde, el motín estaba siendo derrochado en el bar más negro que conocía. Me acerqué a la ladrona más fantástica de la tierra, ella miró mi reloj y me mostró el cuello que mordí con audacia y con ganas; como parecía gustarle tocó mi pecho con sus garras y casi me llega al corazón. Mientras mi lucidez desaparecía lentamente, pude ver, desde el suelo, que los tres se reían mirándome. En la garra que me había clavado, brillaba mi antiguo reloj. 

Reloj corre desnudo y llama

Mi reloj corre desnudo, se fuma un cigarrillo y explota porque no tiene boca. Los demás demonios se le cuelgan de las agujas y las hacen girar de forma extraña, muy diferentes al reloj.
Está en mi muñeca y juega con ella como si no hubiera crecido ¿Pasará el tiempo para los relojes? Yo lo miro cuando me voy, cuando estoy preocupado o cuando está por venir alguien. Le escribí tantas veces que ya me cansé un poco, pero, la verdad es que no sé si esto tiene sentido, porque el reloj parece ser tan ciego como sordo. No es mudo, me dice muchas cosas por día, a cada segundo está diciendo algo distinto, pero, si se lo escucha muy de cerca, se puede distinguir una vocecita interminable que nunca deja de hablar. Nos iremos a Roma cuando aprendamos a nadar, ninguno quiere viajar en barco o en avión.

Me llaman, debe ser mi reloj. 

Tres ojos y tres manos muertas


"¡Sangre!", dijo y corrió con fuerza hasta la otra esquina. Los soniditos de la luna venían, se llevaban algunas cabezas y desaparecían, perdiendose por siempre en la galaxia.
- Ah, no, de esto no estoy seguro. -dijo entre alegre e impaciente el Doctor Kraft.
A lo que Colombo respondió con amargura que sí, que era necesario que sucediera. Y entonces los dos se levantaron de sus asientos y se largaron tantas palabras crueles como pudieron, hasta que Grecco se puso de pie, los miró fijo y, cuando ellos se callaron, volvió a sentarse. En verdad, los tres admiraban a Grecco: el Dr. Kraft, Colombo y él mismo, Grecco.
- Yo he sido -decía Grecco en su turno de tirar.- uno de los artistas más respetables de la Antigua Sociedad. Espero, muy señores míos, que se me siga respetando ahora, en la Sociedad Moderna, en la que los pliegues del pasado han quedado muertos, mas no la moral, el respeto y el amor. Sepan que de amor estamos hechos y que no hay nada más importante que eso, apenas algunos otros sentimientos se le acercan un poco, pero el amor... - hizo un breve pausa y siguió.- el amor es la fuente misma de la existencia.
Kraft se sentia molesto. Era cierto que respetaba a Grecco y que no sentía nada malo sobre él. Pero no le cabía en la cabeza la idea de que este pretendiera derechos casi de nobleza solo por haber sido un poeta en la Antigua Sociedad. No lo soportó, era un hombre honrado aunque a veces lo superaba la avaricia y SHACK!, todo deshecho, y pronunció su pensar a boca abierta, sin meditar en el impacto que tendrían sus palabras:
- No veo, Grecco, que nadie merezca nada en absoluto ¿no queriamos ser hombres libres y mejores? me parece atroz que se hable de cosas como el respeto, basándose en... -dudaba, no estaba seguro de lo que iba a decir- ¡     En su antigua fortuna, señor, en los miles que supo tener, todo vendiendo palabras trilladas en libros mediocres.
Esto impacientó al artista que, al encabritarse, había perdido el ojo izquierdo.
- ¡Mi ojo! - exclamó- he perdido el ojo con el que veo las maravillas azules, ¿Cómo voy a adornar ahora mis textos?
- Señor, sepa usted que puede observarlo todo con el corazón, siendo de su consideración esto del amor y aquella validez... no recuerdo sus palabras, sepa disculparme. -dijo Kraft algo nervioso.
Los tres se quedaron en silencio y el ojo allí en el suelo reposaba mientras se moría para descansar de tantas historietas que había padecido.
Colombo se sintió valiente y entonces se creyó muy astuto.
- Dígame, señor Grecco -comenzó diciendo- ¿Qué cosas se ha llevado ese ojo suyo?
- Ese ojo no es mío.
- ¿Cómo que no?
- No, no... es un ojo muerto, yo estoy vivo, ya me pueden ver y oir aquí, hablando con ustedes.
El ojo seguía en el suelo, una mosca se le paraba encima y luego despegaba, volvía y chupaba un poco, se volvía al aire y otra mosca llegaba y así hasta que unas siete moscas succionaban algo del ojo muerto.
- Ya lo ven, el ojo ha muerto, ya no es mío...
Y fue tanto el nerviosismo del escritor que su mano se desprendió del resto de su cuerpo. Otro cadáver, muchas moscas más y van dos muertes en una misma habitación.
- Bueno, bueno... -dijo Kraft- veo que alguien se marcha lentamente de aquí ¿Tiene usted miedo?
- Yo no me marcho, yo he inventado esta Sociedad Moderna y, como líder que soy, decreto que todos deben desarmarse para estar en ella... ya lo ven, un ojo y un brazo o sino...
Los otros dos dudaron unos instantes y luego decidieron obedecer. Tres ojos y tres manos muertas pudriéndose en la misma habitación. Al ver que lo obedecían, Grecco se sintió poderoso y decidió que en la Sociedad Moderna no tendría que existir el cuerpo. Esto sin saber que las moscas ya no chupaban sus partes muertas, sino que solo se encargaban de los otros ojos y de las otras manos. Cada uno sacó una pistola de sus bolsillos y se pegaron un tiro que hizo revolotear a los insectos durante un rato. Tres cadáveres mutilados, tres ojos y tres manos muertas sin un cuerpo al que regresar.
Una mosca le zumbó a la otra:
- Por fin nos deshicimos del necio de Grecco, ¡Que comience la Sociedad Moderna!

Y es grato saber que las moscas no viven mucho tiempo. 

Un cigarrillo, caramelos y el ascensor

Me pidió un cigarrillo en la calle, y sus ojos cristalinos, sonrosados los párpados. Me pidió un cigarrillo y se lo dí, sus labios me significaron caramelos. Mixtura de razas en su genética, madre de Tokyo, padre de Tijuana, sangre en el cuerpo, por dentro, desde adentro. El bolso de cuero marrón, las botas, su cuerpo tranquilo, nada provocador, aunque a mí se me incrustó en los ojos, no pude olvidarla nunca. "Gracias -y lo encendía con un fuego casi tan lindo como el suyo-, hace rato que no fumo", pero la charla no prosperó, siguió andando, yo la miraba irse como si de viento se tratara... más tarde, ella, la mujer de la calle, sería lo más parecido al amor que yo conociera alguna vez.
La ví entrar  al edificio de la calle Yrigoyen, llevaba una bolsa amarilla de nylon y una caja de cigarrillos se veía dentro del plástico que se transparentaba al final. Ya no me pediría cigarrillos, al menos por algún tiempo. En el mismo edificio vivíamos mi mujer de aquel entonces y yo, pero a ella nunca la había visto allí, sería una visita de alguien, de la persona más afortunada del mundo tal vez. La miré, quise saludarla, ella no me reconoció y le brillaba la boca como a nadie podía brillarle, no era rouge glamouroso, era amor del bueno, del puro. Yo tabaco, nada más. Proveedor casual de cigarrillos a una dama deseosa de dar unas pitadas y lanzar al aire humo mortal, pero no menos hermoso por haber pasado por esa lengua que más de uno deseaba, que nadie nunca iba a poseer. Desde ese día me pondría frente a la escalera a esperarla todos los días a la misma hora, al menos hasta que arreglaran el ascensor. Mi esposa me preguntaría por qué me paraba ahí, mis respuestas no tendrían sentido; gradualmente ella comenzaría a sospechar, luego a sentirse triste, muy triste y después me diría las palabras más feas que se le vinieran a la cabeza. No me importó nada, porque habían reparado el ascensor y ahí nos encontrámos. No quise preguntarle su nombre, sucede que cuando recordamos los nombres de las personas con que tuvimos una historia, cada vez que alguien los menciona sentimos un ardor doloroso en el pecho y así nos arruinamos, si es que se puede estar más arruinado de lo que ya se está al nacer.

Le pedí que nos escaparamos juntos, le dije que me cambiaría la vida y solamente me miró largando una sonrisa que afeaba sus labios, no porque alguna mueca la hiciera fea a ella en sí, sino que esa media sonrisa me pareció el final de todo. Le besé la frente y nos arrodillamos en el suelo, el ascensor detenido, seguramente había gente insultandonos sin saber quienes éramos, por qué estábamos allí, qué hacíamos y todo eso. Nos tomamos de las manos, quise abrazarla pero no me dejó, me dijo que eso no podría superarlo, que lo mejor hubiese sido nunca pedirme un cigarrillo y que yo no tendría que haber pensado en sus caramelos, en sus ojos tristes y luminosos. Le dije que hubiese preferido morir antes que vivir toda la vida sin haber tenido al menos un recuerdo doloroso de ella y esto le dió risa, pero se reía poco y alegremente. Quise convencerla de que yo la podría hacer reír así todos los días y entonces me acarició con ternura, no sé si no le importaba o no quería que sucediera, porque a veces las personas simplemente no quieren ser felicies, tienen esa cosa negativa adentro que las deja estancadas ahí, sin sol ni luna ni nada, simplemente ahí. Un solo día, algunas horas y la gente que esperaba el ascensor ¡que se pudra la gente! Nos dijimos tanto con tan pocas palabras, nos... yo siento que nos amamos, al menos yo lo hice ¿qué clase de amor buscaría ella?, nunca lo sabré, qué amargura la que me condena, que dulce es tener al menos su amargo recuerdo. Nos despedimos, ella bajó en el quinto piso y yo salí y me recibieron seis seres humanos en la planta baja, todos los que no podían usar las escaleras. El portero me dijo que en esas tres horas que yo estuve encerrado en el ascensor, mi mujer se había ido, que llevaba un bolso, que... ya no recuerdo qué más llevaba, tampoco me importa. Me quedé solo en mi departamento, mirando por la ventana y con la televisión encendida. Se escuchaban las bocinas de los autos que cruzaban la calle Yrigoyen a toda marcha, las luces de los faroles comenzaban a iluminar el pavimento y a los transeúntes tan cansados como yo. Me hubiese gustado seguirla, pero significaría una falta de respeto a todo lo que nos pasó en esas pocas horas. Un tesoro en un ascensor, karma, karma... Movía la cabeza apuntando al televisor, estaban pasando las noticias de las ocho, nada bueno, nada malo, todo igual, lo mismo del día anterior.