Me pidió un
cigarrillo en la calle, y sus ojos cristalinos, sonrosados los párpados. Me
pidió un cigarrillo y se lo dí, sus labios me significaron caramelos. Mixtura
de razas en su genética, madre de Tokyo, padre de Tijuana, sangre en el cuerpo,
por dentro, desde adentro. El bolso de cuero marrón, las botas, su cuerpo
tranquilo, nada provocador, aunque a mí se me incrustó en los ojos, no pude
olvidarla nunca. "Gracias -y lo encendía con un fuego casi tan lindo como
el suyo-, hace rato que no fumo", pero la charla no prosperó, siguió
andando, yo la miraba irse como si de viento se tratara... más tarde, ella, la
mujer de la calle, sería lo más parecido al amor que yo conociera alguna vez.
La ví
entrar al edificio de la calle Yrigoyen,
llevaba una bolsa amarilla de nylon y una caja de cigarrillos se veía dentro
del plástico que se transparentaba al final. Ya no me pediría cigarrillos, al
menos por algún tiempo. En el mismo edificio vivíamos mi mujer de aquel
entonces y yo, pero a ella nunca la había visto allí, sería una visita de
alguien, de la persona más afortunada del mundo tal vez. La miré, quise
saludarla, ella no me reconoció y le brillaba la boca como a nadie podía
brillarle, no era rouge glamouroso, era amor del bueno, del puro. Yo tabaco,
nada más. Proveedor casual de cigarrillos a una dama deseosa de dar unas
pitadas y lanzar al aire humo mortal, pero no menos hermoso por haber pasado
por esa lengua que más de uno deseaba, que nadie nunca iba a poseer. Desde ese
día me pondría frente a la escalera a esperarla todos los días a la misma hora,
al menos hasta que arreglaran el ascensor. Mi esposa me preguntaría por qué me
paraba ahí, mis respuestas no tendrían sentido; gradualmente ella comenzaría a
sospechar, luego a sentirse triste, muy triste y después me diría las palabras
más feas que se le vinieran a la cabeza. No me importó nada, porque habían
reparado el ascensor y ahí nos encontrámos. No quise preguntarle su nombre,
sucede que cuando recordamos los nombres de las personas con que tuvimos una
historia, cada vez que alguien los menciona sentimos un ardor doloroso en el
pecho y así nos arruinamos, si es que se puede estar más arruinado de lo que ya
se está al nacer.
Le pedí que
nos escaparamos juntos, le dije que me cambiaría la vida y solamente me miró
largando una sonrisa que afeaba sus labios, no porque alguna mueca la hiciera
fea a ella en sí, sino que esa media sonrisa me pareció el final de todo. Le
besé la frente y nos arrodillamos en el suelo, el ascensor detenido,
seguramente había gente insultandonos sin saber quienes éramos, por qué
estábamos allí, qué hacíamos y todo eso. Nos tomamos de las manos, quise
abrazarla pero no me dejó, me dijo que eso no podría superarlo, que lo mejor
hubiese sido nunca pedirme un cigarrillo y que yo no tendría que haber pensado
en sus caramelos, en sus ojos tristes y luminosos. Le dije que hubiese
preferido morir antes que vivir toda la vida sin haber tenido al menos un
recuerdo doloroso de ella y esto le dió risa, pero se reía poco y alegremente.
Quise convencerla de que yo la podría hacer reír así todos los días y entonces
me acarició con ternura, no sé si no le importaba o no quería que sucediera,
porque a veces las personas simplemente no quieren ser felicies, tienen esa
cosa negativa adentro que las deja estancadas ahí, sin sol ni luna ni nada,
simplemente ahí. Un solo día, algunas horas y la gente que esperaba el ascensor
¡que se pudra la gente! Nos dijimos tanto con tan pocas palabras, nos... yo
siento que nos amamos, al menos yo lo hice ¿qué clase de amor buscaría ella?,
nunca lo sabré, qué amargura la que me condena, que dulce es tener al menos su
amargo recuerdo. Nos despedimos, ella bajó en el quinto piso y yo salí y me
recibieron seis seres humanos en la planta baja, todos los que no podían usar
las escaleras. El portero me dijo que en esas tres horas que yo estuve
encerrado en el ascensor, mi mujer se había ido, que llevaba un bolso, que...
ya no recuerdo qué más llevaba, tampoco me importa. Me quedé solo en mi
departamento, mirando por la ventana y con la televisión encendida. Se
escuchaban las bocinas de los autos que cruzaban la calle Yrigoyen a toda
marcha, las luces de los faroles comenzaban a iluminar el pavimento y a los
transeúntes tan cansados como yo. Me hubiese gustado seguirla, pero
significaría una falta de respeto a todo lo que nos pasó en esas pocas horas.
Un tesoro en un ascensor, karma, karma... Movía la cabeza apuntando al
televisor, estaban pasando las noticias de las ocho, nada bueno, nada malo,
todo igual, lo mismo del día anterior.
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