Los veía
correr y mientras movían sus piernas se reían, ladronas de poca monta. No era
un crimen, le daban de comer a unos perros, ellos mismos eran como perros, dos
locos que se amaban con locura, la misma locura que emanaban cuando corrían así
cada tarde. Casi todos los odiaban porque a la gente no le gustan los ladrones,
dicen que robar está mal y que las cosas tienen dueño. Propiedad es robo, dicen
los que saben y estos dos ni siquiera conocían aquel concepto, lo hacían porque
lo hacían, nunca lastimaron a nadie. Era él un gato alquimista, ella la zorra
alquimista, los dos uno solo, ellos, los ladrones de la calle perdida.
Luminoso
nada, cerrado el paso, los bares se aguantan sobre los hombros un montón de
historias, entonces un día lo vi al muy zorro sentado con una botella de
cerveza en su mesa, se le reía hasta el culo y una mina lo abrazaba, no era
ella, no era la alquimista, se trataba de una hueca hembra de buenas piernas,
nada que ver con la locura, puro dinero lo que buscaba, debería ignorar que él
era un ladrón, un ladrón con mujer. Pero antes de que me sintiera mal por la
mujer, la vi que entraba por la puerta y se acercaba al zorro anarquista. Sin
sorpresa, ella caminaba hacia él. Los descubrí, no eran pareja, era puro
folclore, una lírica para una canción de la radio. Under, muy under y florido,
todo fluorescente y divertido, pero pintado oscuro, una historia tremenda, ella
era su hermana. Me pregunté si la farsa sería aún más grande cuando pusieron un
casette y pidieron más cerveza, los perros tal vez no recibieran lo suyo
aquella tarde, el motín estaba siendo derrochado en el bar más negro que
conocía. Me acerqué a la ladrona más fantástica de la tierra, ella miró mi
reloj y me mostró el cuello que mordí con audacia y con ganas; como parecía
gustarle tocó mi pecho con sus garras y casi me llega al corazón. Mientras mi
lucidez desaparecía lentamente, pude ver, desde el suelo, que los tres se reían
mirándome. En la garra que me había clavado, brillaba mi antiguo reloj.
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