martes, 23 de diciembre de 2014

Ella buscaba


    Ella buscaba lo que nadie sabía, un poco, tan solo un poco. Dibujados con sangre sus brazos. Su sangre. Se reía como una loca a la que solo le iluminaba el rostro un descarado. Mientras eso pasaba, yo me consumía en pensamientos.
    Se largaba a reír y yo no entendía nada ¿Lo seguiría queriendo? Le dije que le daba mi piel, pero no sé qué habrá hecho con ella. Me tomé dos o tres cervezas en el bar, quería olvidarme de todo, pero la recordaba, me moría de amor. Por las noches la recuerdo, me siento a su lado y a veces me entran ganas de llorar. Tengo al menos unas cinco fotos suyas. En una la veo como a un misterio, en otra como a una flor; en la siguiente, los dos posamos felices. No voy a hablar de las demás.
    Sí, lo admito: tengo miedo de que se vaya. Es volátil, es como un haz de luz... lo sé, algún día se irá. No sé qué voy a hacer si eso pasa, si se va.
    Alrededor de ella da vueltas un zángano, un insecto obeso y pendenciero. El otro día soñé que nos enfrentábamos a un duelo:
    Los dos parados, uno de cada lado de la calle. La luna, calma, me decía "Estoy de tu lado". Pasamos muchos momentos juntos, la luna era mi amiga. Mi padrino para el duelo era un oso que conocí en un bar, siempre se conocen personas interesantes en los bares. El de él era una bolsa de basura, nadie lo quería. Me preguntaba si ella lo querrá... "Disparen", dijo la bolsa. Y disparamos. Le dí en medio del pecho, y él me atinó a la cabeza. Caímos rendidos al suelo y nos sangraba mucho, perdimos mucha sangre. Comencé a ver borroso. Me levanté y lo ví moribundo. Le tendí la mano, pero cuando estiró la suya, lo escupí. No me sentía orgulloso de aquello."
    Siempre fuí muy sensible, me cuesta pensar cuando me sucede algo malo. Es por eso que fracaso, lo sé. Algunas veces me gustaría ser un poco más audaz en ciertas situaciones, pero no sé qué puedo hacer, siempre me agarra algo en el estómago cuando me siento zaherido y no hay mucho que pueda hacer, mucho menos si tengo que pensar. A veces me gustaría no pensar tanto y solo vivir, pero sé que si hago eso estropearía muchas cosas que valoro y no, no me serviría.
    Aunque a veces siento... siento un impulso asesino. Hay rostros que ciertemente me resultan insoportables. A la cloaca la odio, no sé cómo expresar el asco que le tengo. Es una mezcla de... dejémoslo, la cloaca no vale la pena en todo esto, pues puedo conseguirme un lugar en donde vivir si quisiera, incluso soportaría la calle si eso quisiera. Pero sé que no me conviene, que se está mejor en el infierno que a la intemperie. Afuera no tendría en donde lavarme las manos, no tendría calefacción y no podría usar la radio, uno de mis escapes.
    Oh, los sonidos... qué maravillosos que son.
    Pero estábamos hablando de ella. Y no sé por qué demonios me desvío del tema, será porque la amo tanto que siento que somos un mismo ser. Pero eso lo siento yo, no ella. Pues, si los dos lográramos ser uno solo, entonces todo sería diferente. Pero ella no quiere, ella busca, sigue buscando algo que yo no sé qué será, que tal vez no pueda darle.
    Siento tanto amor por ella, y siento un odio tan grande y justificado por los demás... que me siento enfermo. Sé que hay algo que no funciona bien en mí, que hay algo que no es normal. Porque desde que nací que me siento lejos de todo, pero es complicado, pues todo anda alrededor mío con sus inconvenientes. Me gustaría estar rodeado de nada, así como dicen que es la muerte, solo que no quiero morir. Quiero estar con ella, quiero encerrarme en un cuarto con ella y no salir por nada del mundo, me gustaría tener un teléfono con el que haríamos los pedidos de las cosas que necesitamos y no tener que movernos de allí. Los dos juntos, como en un sueño maravilloso. No quiero volver a ver a nadie más, a ninguna de las personas que conocí antes que a ella, tampoco más tarde, quiero que solo estemos los dos en el mundo. Tal vez así ella pensaría solo en mí, en nadie más que en mí. Yo solo pienso en ella, pero los malditos andan por ahí, los veo y los escucho. Y ella a veces cae en las redes y no sé qué decirle ¿Por qué serán así las cosas?
    Si ella busca un mundo sin dolor, entonces yo dibujaría todos los muros, borraría los mensajes obsenos, excepto los que la hagan reír, y dibujaría jardines de flores por las calles para que no vea ningún color triste y feo. Me duele cuando me dice cosas que me hacen pensar extraño, porque sé que está confundida y me cuesta aceptarlo, me cuesta entenderlo. No sé qué hacer.
    No tengo muchos lugares a donde ir. A veces voy a la libreria y quiero hacerme amigo de quienes trabajan allí: una chica y un chico. Los dos parecen ser pareja, pero en realidad no sé si es así. Cuando voy a comprar libros, casi siempre me atiende ella, debe ser por el horario. Me saluda amablemente, pero no sé si querrá ser mi amiga o si es solo eso que hacen los comerciantes. Cuando está el chico me siento extraño, no me reconoce, casi nunca está trabajando cuando yo aparezco. Suelo imaginármelos sentados alrededor de una mesa, la mesa de su propia casa. Del otro lado estoy yo y los tres hablamos de libros y de películas. Pero nunca sé qué decir, tal vez, si supiera, tampoco diría nada, pues me da mucha vergüenza hablar.
    Voy a seguir buscando lo que ella busca, "Yo busco", y, si encuentro algo, lo haré decididamente. Pero antes que eso, tengo algunos asuntos que arreglar, pues hay personas y situaciones que me consumen, que me enferman más de lo que estoy desde que comencé a escuchar gritos histéricos de personas más enfermas que yo, las que me enfermaron.

    Ellos dos deben pagar, me las tienen que pagar. Si me veo en el espejo y me encuentro parecido a alguno de ellos dos, entonces me da tristeza, no quiero y eso me hace sufrir. Lo irreparable, existe, irremediablemente, lo irreparable. Entonces fumo, pues me siento muy triste. Siempre se me da por fumar, no quiero hablar, cada vez hablo menos; y fumo, fumo y fumo. Pero no quiero ir con un psicólogo ¿Qué clase de semi Dios sería si fuera a ver a un psicólogo? Que vayan los mortales, que entre ellos se entienden y se lastiman y tienen pase libre para humillarse. Yo solo quiero un cuarto cerrado y pasarme la vida con ella, tal vez logremos encontrar eso que ahora los dos buscamos. 

Un sapo en el jardín


    Siempre tuve la misma caja en el mismo lugar; nunca dejé que nadie la abriera, ni la moviera, ni la tocara. Todo porque yo estaba enamorado de una mujer, que en verdad, veía como si fuera una alondra. La última vez que la había visto tenía puesto un largo y ajustado y delicadísimo vestido. Su delgado cuerpo estaba dentro de aquel tejido teñido con colores que la hacían parecer un cuerpo acuoso que viajaba por el cielo. No sé de dónde vendría cuando se ponía ese vestido; a mí, me parecía excelente.
    Era mi caja, allí tenía guardadas más de cien cartas para mi alondra, aunque no sé qué significa la palabra "alondra", por más que la había visto una sola vez, el día del vestido, que no sé si lo sacó del mar o del cielo.
    La lluvia era incesante, siempre es así durante los primeros días de primavera, y las míseras paredes de mi cuarto se humedecen enseguida. Aparecen manchas por doquier. Entonces los recortes del periódico, que guardo para olvidarme de lo que sucede, comienzan a mojarse y arrugarse, se echan a perder. Dan asco y tengo que tirarlos, pero con cuidado de no leer una sola palabra mientras destruyo los papeles porque eso me destruiría a mí también. Siempre tuve la curiosidad de humedecerme y dejar de existir, mezclarme en la basura de los papeles encerrados en bolsas de nylon de supermercados. Pero nunca me animé, quiero seguir esperando a que sea el día perfecto para encontrarme con mi alondra, al menos quisiera saber si ella me vió aquel día, si recuerda lo que yo pensé de su vestido, aunque no le dije nada, aunque sé que no me vió.
    En primavera salgo al jardín y observo lo que sea, lo observo todo tal y como es porque así me gusta que sea. Y veo que se hace de noche, entonces escucho a los sapos que van llegando para reunirse alrededor de un haz de luz que se desangra de una pequeña lámpara que alguien instaló allí afuera. Bailan. Los miro y bailan, pero no saben que yo estoy observándolos. Me recuerdan a ella, que así, quieta, bailaba la danza de la espera. No sé qué bailaba, pero se movía, al menos en mi imaginación lo hacía.
    Un sapo en el jardín, y el resto llega después de él. A la zaga, van al encuentro sin pensar en nada, no se nos parecen. Los sapos no están tristes, no están felices. Solo hacen y así permanecen, en una acción que es apenas perceptible. Incluso estando quietos, son seres de acción. No usan banderas, no se maquillan, incluso son horribles y tienen una indescifrable jerarquía. Se mantienen en un falso equilibrio, aunque hay quienes idolotran a las hormigas, pero eso no importa. Yo fumaba un cigarrillo porque así lo quería, se me antojaba que fumar era necesario, preciso y hermoso en aquel momento. Venía a mi cabeza el recuerdo de la alondra, estaba tan tibio como si hubiese sucedido el día anterior. Pero tristemente sabía que ella no iba a volver a aparecer, que en cualquier momento las imágenes se irían degradando en mi cabeza hasta convertirse en una especie de manchas en el vacío. Tan solo recordaría los azules y los violetas de su traje de ultramar. No recordaría sus cabellos que eran sujetados por el viento, no sabría qué decir si alguien me preguntaba por mis pensamientos de hoy, tan solo podría afirmar que el olvido se había devorado a mi alondra, a mi único amor. Esa misma tarde la caja había aparecido con increíbles manchas de humedad que la dejarían en la ruina. Al abrirla, noté que las cartas estaban mojadas, pero sentí un profundo terror al imaginarlas junto a los recortes que no quiero leer. No podía abrir los sobres, le pertenecían a ella y a nadie más que a ella; lo mismo se rompían solos cuando uno intentaba tocarlos. Era una masa compacta de papeles y sentimientos adornados con tinta negra. No tenían remitente, y en el destinatario solo podía leerse la ingenua frase: "Para vos". No sé en qué estaría pensando.
    Salí corriendo y busqué la caja, cuando por fin la tuve en mis manos, volví al jardín y la coloqué sobre el césped húmedo por la lluvia y el rocío de la noche. Sin que nadie me viera, me uní a los sapos que bailaban desnudos y gritones. El amanecer llegó, y de la caja quedaban tan solo restos, pues una fuerte lluvia se desgranó sobre su cuerpo de cartón.

    No sé si las cartas fueron al cielo, no sé si habrán ido al mar, así como no sé en dónde está mi alondra cada vez que me viene el recuerdo de aquel día en que la ví, y del que solo puedo mencionar su cuerpo delgado dentro de aquel vestido de tonos azules, violetas, quién sabe...

La chenille


I

    Si me preguntan, diré que no sé nada. Pero en verdad, lo que quisiera responder es que recuerdo una historia increíble, pues ni siquiera sé si sucedió todo aquello el mismo martes por la tarde o si fué apenas el sueño del miércoles, sin saber de cuándo ni dónde venían los recuerdos a mis sueños. Tan solo sé que la conocí en el colegio cuando los dos teníamos apenas siete años. Detrás de sus anteojos de grueso vidrio se escondían dos ojos parecidos a los de las orugas y a mí me hacía mucha gracia verlos. Un día le dije a uno de mis compañeros que Ana tenía cara de oruga. El no me respondió, a la mayoría de mis compañeros no les hacían gracia mis comentarios, ni siquiera me querían y más tarde, cuando pasé a la secundaria, ni siquiera me tenían respeto. Pero Ana, sí. Ella y yo éramos amigos, aunque siempre fue un hampón, y me reía a escondidas de su rostro porque no era como el de las demás chicas de la escuela, Ana, más bien, parecía una especie de caricatura con los ojos de oruga.
    Recuerdo cuando se enteró de lo que yo andaba diciendo por todos lados. Me sentí muy mal y tuve miedo de que ya no quisiera ser mi amiga, pues era la única que no me trataba mal. Nada de eso; Ana me dijo que era verdad, que parecía una oruga y que no solo sus ojos, sino que todo en ella era de oruga. Luego se echó a reír. Yo no entendía bien por qué reía, pero le pedí perdón y le dije que había dicho aquellas cosas porque era un necio y nada más. pero que ella, a pesar de sus ojos de insecto, era la más linda de todas las chicas de la escuela. No me dijo nada, solamente me dió la mano y me pidió que la acompañara a juntar flores para su tía.
    Estaba haciendo cada vez más calor, y eso significaba que estaba llegando el verano y que las clases estaban a punto de terminar. Yo apenas me daba cuenta de que habían empezado porque nunca hacía la tarea ni nada, en cambio Ana era una estudiante destacada. Los demás se burlaban de ella porque era la que mejor leía y porque era la que mejor sumaba de todos nosotros. Yo nunca los entendí, me parecían estúpidos por eso; a mí me hubiera gustado parecerme a Ana, pero era bastante torpe para todo eso y no le daba importancia a las lecciones.
    Durante el verano, Ana y yo no nos vimos un solo día. Ella me había dicho que su abuela la esperaba todos los veranos desde que comenzó la escuela en la ciudad. Se iría al campo a verla y me prometió que nos sentaríamos juntos el próximo año. Sin embargo, cuando empezaron las clases, Ana nunca llegó.
    Era mi primer día en la escuela y desde que había llegado acompañado de mi madre, lo único que había hecho fue tratar de encontrar a Ana. Cuando salí, fuí a toda prisa hasta la puerta de su casa, pero no me animé a llamar. Estaba a punto de marcharme cuando salió su madre y me preguntó qué hacía ahí solo. Le dije que tenía la intención de ver a Ana. <<Oh, ¡un amiguito de Ana! Me apena mucho, pero tenés que saber que Anita se va a quedar a vivir con su abuela al menos hasta el próximo año.>>, me dijo ella con toda tranquilidad. Yo no podía esperar tanto. Me tentaba preguntarle porqué me mentía, quería saber el motivo por el cual Ana no me quería ver. Finalmente me fuí de allí con la cabeza entre los hombros.
    Tenía entonces ocho años, y mi último cumpleaños había sido durante el verano. No recuerdo en qué época habían sido los anteriores, pero desde ese día, siempre fueron en verano, en vacaciones. La fiesta había sido pésima. Vinieron mis abuelos y dos primas gorditas y envidiosas que y0 no quería. Me tiraron de las orejas y tuve que escuchar todas aquellas cosas que ya desde chico me parecían absurdas. Me daba vergüenza porque sabía que cuando uno cumple años, todos los demás lo observan distinto. Las caras de mis familiares se transformaban en las más estúpidas que había visto jamás. Todavía suelo recordar sus rostros de bobalicones apuntando contra mí. Fue el último que "celebré", luego de eso no quise nunca más que vinieran a verme, que me den regalos ni que me digan nada.  Todos se ofendieron, pero eso no me molestaba, sino que me resultaba mucho más amarga la incomprensión de quienes se rehusában a aceptar mis decisiones, pues sus estúpidas convicciones eran demasiado fuertes, tenían muy arraigada su estupidez como pare respetar a un niño. Por lo demás, siguieron insistiendo hasta que cumplí treinta años; luego, muchos de ellos fueron muriéndose y dejándome en paz.
    Todos los días me preguntaba cuándo regresaría la cara de oruga, pero el tiempo pasaba y ella nunca llegaba, A veces, cuando escuchaba que tocaban el timbre de casa, pensaba en que tal vez fuera ella, o su madre diciéndonos que Ana murió. Necesitaba saber algo de ella, por lo menos su muerte. Pero ni siquiera eso, solo venían a vernos vendedores mugrosos y cada tanto venía alguna de mis tías, amargadas y viejas, a contarnos lo miserable que les resultaban sus vidas. Yo prefería quedarme en el cuarto y dibujar. Tenía unos crayones horribles que se partían, siempre pensé en que tal vez no eran horribles, sino que el maldito que los quebraba era yo. Ahora sé que era un niño, y que si los rompía era por inexperto, no por maldito o porque fueran tan horribles, aunque de hecho sí, eran bastante malos.
    Una tarde encontré una oruga que caminaba por una rama del libustro. Enseguida recordé a Ana y me quedé contemplándola, como si esperara una respuesta de aquel insecto tranquilo y voraz. Me sorprendió mi mamá, quien no sabía nada sobre Ana, y me comenzó a decir no sé qué cosas de que las orugas, después de un tiempo, se convierten en mariposas. Yo no sabía si creerle, pero entonces pensé en que de algún lado tenían que venir las mariposas. Como nunca me interesé por estudiar ni por leer nada, lo que me decía mamá era tomado como palabra científica, filosófica y hasta mística. Ahora me doy cuenta de que no era tan genial como yo creía. Lo que sí era cierto, era aquello sobre la oruga. Me gustaba saber que esos gusanos inmundos se convertían en algo hermoso, porque las mariposas son como las flores. Pensaba en que, si alguna vez volvía a ver a Ana, me gustaría regalarle un ramo de mariposas. Ojalá ella pudiera transformarse, pensaba yo; pero sabía la diferencia entre un insecto y un mamífero. Desde ese día, todas las tardes salía a buscar insectos al jardín, me encerraba en un mundo asombroso mientras mis calificaciones eran cada vez más bajas y mis compañeros de clase se burlaban cada vez más de mí. Pero no me importaba, tampoco me importaba que mi mamá me viviera retando, parecía que la muy maldita había nacido para gritarme. En ese tiempo no comprendía para qué fue madre, si solo pensaba en encerrarme en una escuela para convertirme en un imbécil como los maestros. Por otro lado, comencé a sacar de la biblioteca muchos libros que hablaban sobre insectos. Leía, sobre todo, aquellos que hablaban de la mantis religiosa, mi favorito, y los informes sobre las orugas, los capullos y las mariposas, los leía por obvios motivos.


II


    Dificultosamente terminé la primaria y ahora me esperaba el secundario. Para entonces ya no era el mismo chiquilín de antes y ya le había roto la cara a algunos de mis compañeros, a los más molestos al menos. Después de eso, nunca más volvieron a molestarme. Estaba a punto de comenzar a estudiar los últimos tres años y luego, cuando terminara aquello, seguiría dejando mi juventud en el encierro, esta vez en una universidad. Pero faltaba mucho para eso, mejor ni pensarlo.
    Había dejado las lecturas sobre los insectos y me interesé por la botánica, pero también me había gustado un libro de ficción que encontré por casualidad en la biblioteca mientras buscaba un libro sobre los grillos. Era de un ruso, nunca había leído nada de un ruso excepto algunos estudios sobre ciertos animales. Este tipo era distinto, pero también hablaba de bichos raros, se llamaba Chéjov. A partir de aquella lectura, comencé a interesarme por la filosofía, la política, las ciencias, la cultura, el arte, la música... Le debo muchísimo a Chéjov.
    Y Ana seguía sin aparecer. Tantos años y ella no aparecía. Tampoco llegaban otras chicas a mi vida, parecía estar destinado a quedarme solo durante el resto de mi vida. Sin embargo, en la secundaria, la conocí a Melisa.
    Era una chica encantadora, con los ojos grandes y redondos, pero no era nada fea. Tenía la voz algo ronca, pero no dejaba de ser dulce. Se ataba sus cabellos negros con un moño enorme y me dijo que se animó a hablarme porque siempre me veía con libros. Nadie más que yo hablaba con ella, y nadie más que ella hablaba conmigo. Nos sentábamos juntos y conversábamos mucho. Un día me dijo que festejaría su cumpleaños y que al único que quería invitar era a mí. Entonces me arreglé lo más que pude y fuí a verla. Su casa era muy linda, diferente a la mía. Sus padres parecían muy cultos y taciturnos. Tenían ojeras, igual que Melisa, y hablaban pausadamente. Enseguida me cayeron bien, creo que se esmeraron en atenderme porque era el único amigo de su hija. La fiesta no estuvo mal: nosotros dos solos en su jardían, una mesita llena de pastelitos y una jarrita de té. Melisa dijo que la música que se escuchaba eran de un tal Bach, y que podía leer alguno de sus libros si me daba curiosidad. Desde ese día comencé a visitarla con frecuencia, pero nunca dije nada en mi casa, pues me molestaba que supieran cualquier cosa sobre mí.
    Se había hecho muy tarde, eran casi las diez de la noche y estábamos en el jardín conversando de cualquier cosa y tomándo té de jengibre. Le dije a Melisa que me tenía que ir pero me insistió para que me quedara un rato más. Comenzamos a caminar por el jardín y de repente ella se detuvo. Se acercó a mí, me miró fijamente a los ojos, y apretó mis testículos. No comprendí mucho, aunque me esperaba en que en algún momento ella me dijera algo romántico, nunca imaginé que iría directamente al punto. Comenzó a masajearlos y pronto me excité tanto que la besé. Supongo que su técnica era tan arriesgada como infalible. Allí mismo, en el jardín, entre las plantas de las que tanto había leído y con el riesgo de que alguna araña celosa nos picara las nalgas, hicimos el amor por primera vez. Ninguno de los dos tenía experiencia, pero habíamos leído demasiado en las novelas.
    Fuimos novios en secreto durante algún tiempo, aunque supongo que sus padres siempre sospecharon algo, menos que habíamos tenido sexo en el jardín, porque el cerco de hiedras nos había cubierto bien, y nos esmeramos en no hacer ningún ruido. Aprovechando nuestros abrigos de invierno, nos encontramos varias veces más en el jardín, entonces Melisa quedó embarazada.
    Sus padres estában furiosos y descargaban su enojo contra mí. Me daban tanto miedo que casi les digo que fue ella la que me agarró de los testíe culos la primera vez, que yo no había tenido intención. Pero entonces la quería mucho, y no dejaría que mis miedos arruinaran todo. Yo también me sentía mal, pues no sabía ser padre, ni siquiera era un buen novio y ya tenía que ser marido. Quise ocultárselo a mi madre, pero los padres de Melisa me obligaron a que los lleve a mi casa y ellos mismos se encargaron de contárselo todo a mi mamá, quien miraba atónita a aquellos dos excéntricos seres. Más tarde no me dijo nada, se quedó callada y comenzó a hablarme recién cuando Melisa llegó a los cuatro meses de embarazo. Comenzó entonces a darnos consejos sobre la paternidad-maternidad que ella había ejercido durante dieciséis años sobre mí. Los dos la escuchámos atentamente hasta que a los ocho meses de embarazo, Melisa me dijo que sus padres la echaron de su casa y que debía quedarse a vivir con nosotros.
    Al principio le costó habituarse a nuestra pobreza, porque ella venía de jardines inmensos y una biblioteca enorme. Pasar a una casa con un patio árido en el que apenas crecían libustros y con una bochornosa caja  de cartón que emulaba a una biblioteca, le resultaba incómodo. No tuvimos sexo desde entonces, y al fin nació Martina.
    Por entonces, Melisa estaba harta de mi mamá y cada vez que salía a trabajar, aprovechaba para decirme cuánto le molestaban sus consejos. Yo me limitaba a escucharla y a intentar hacer de mediador, pero parecía no escucharme. Había dejado de ser la dulce lectora que conocí en el colegio para convertirse en una mujercita por demás de quejosa. Yo había dejado de estudiar para dedicarme tiempo completo a la confección de cinturones de seguridad en una pequeña fábrica que había abierto en una ciudad vecina. Llegaba a eso de las ocho de la noche a mi casa tan cansado que solo pensaba en comer e irme a dormir. Pero mi madre, Melisa y Martina, todavía querían algo más de mí. Trataba de aguantar hasta las once de la noche para cenar con las tres y entonces sí me podía ir a acostar, a veces ni siquiera me bañaba, lo cual ponía de un humor terrible a Melisa.
    Martina era la única que no me cansaba. Yo trabajaba solamente por ella, pues a su madre ya no la soportaba. A veces me daban ganas de arrodillarme a sus pies y pedirle que volviera a ser como antes, pero no era tan tonto como para hacerlo, pues sabía que todo había sido muy duro para ella también. Entonces pensé en que lo mejor sería buscar un trabajo mejor para poder comprar una casa nueva en la que pudiéramos vivir los tres, sin mamá, y allí intentar comenzar de nuevo. Como decía, Martina era una luz para mí, siempre me daba ánimos con su desdentada sonrisita y sus manitos rosadas. Tenía los ojos celestes como la madre de Melisa, y el pelo, que parecía una pelucita, era de un negro brilloso. Me gustaba cuando podía quedarme a solas con ella y mirarla reírse o dormir. Los domingos eran los únicos días que tenía libres, entonces ibamos a visitar a los padres de Melisa, que finalmente habían aceptado la situación. De todos modos noté algo extraño las últimas dos veces que fuimos de visita.
    Cumpliéndose todos mis pronósticos, una noche, cuando regresé del trabajo, encontré a mi madre sentada a oscuras en medio del comedor. Encendí la luz y ví que había estado llorando. Me dijo que Melisa se había ido de vuelta a la casa de sus padres, y que se había llevado a Martina con ella. Me sentí terrible, e inmediatamente fuí en su búsqueda. Pero cuando llegué, todas las luces estában apagadas y una vieja, que vivía en frente de ellos, me gritó desde la ventana que los había visto salir muy temprano y con varios bolsos. Supuse que sería el final.


III


    Días después de la fuga, recibí una carta sin remitente en la que Melisa me decía que sus padres la habían convencido de irse con ellos al sur. No me dijo en dónde estaba, apenas me dió algunos detalles sobre el estado de Martina, que era excelente, y me dijo que me amaba. Era la primera vez que me decía tal cosa, nunca antes me había dicho que me amaba.  Estuve a punto de volverme loco de ira, pero pronto las lágrimas aplacaron mi furia y me senté a llorar en el patio mientras el perro del vecino, que siempre estaba en mi casa, me olía las zapatillas.
    Comencé a estudiar otra vez, ahora en el último turno, el de la noche. Mis compañeros no eran pendejos, ahora estaba rodeado de adultos con más ganas de estudiar que de aparearse. Me gustaba, me sentía a gusto allí, aunque no podía dejar de pensar en mi pequeña hija y en Melisa, a quien lamentaba mucho haber perdido. Una vez, en uno de los cursos más avanzados que el mío, noté que había una cara conocida. Le pasé de cerca, de muy cera, y ví dos ojitos de oruga detrás de un trozo de vidrio. <<Te reconocí por los ojos>>, le dije. <<¿Por mis ojos? -me contestó- Apenas has visto un trozo de vidrio,,,>> Le dije que tenía los ojos de oruga y entonces me reconoció y se echó a reír. Nunca la había visto reír así. Nos llevó varios días ponernos al corriente de todo lo que habíamos hecho durante nuestro distanciamiento. Solíamos encontrarnos en un café, el cual siempre había admirado desde chico cuando veía salir de allí a personas con carpetas y sobre todos que hablaban languidamente y usaban zapatos con tacón, tanto hombres como mujeres. Ahora, Ana y yo vestíamos de manera similar a aquellos viejos ídolos de nadie y nos pasábamos un buen rato tomándo café. Algunas noches íbamos a casa a mirar películas o a cenar con mi mamá.
    Los padres de Ana habían muerto y ella vivía sola en su casa, pero nunca invitaba a nadie allí. Me dijo que iba a la escuela nocturna porque cuando se quedó huérfana tuvo que mudarse con su abuela. La madre había muerto justo un día después de aquella vez que yo fui a buscar a Ana debido a un accidente cerebro vascular, y su padre se suicidó después, tan solo dos meses más tarde del entierra. Ana conservaba una carta en la que su padre le pedía perdón y le aconsejaba algunas cosas que no podría decirle más tarde. Le dijo que la esperaría en el cielo, junto a su madre y sus dos abuelos. Cada vez que hablábamos de muerte, mamá se ponía melancólica. Una noche habíamos ido a cenar y nos dijo que tenía cáncer de mamas, que cada vez estaba peor y que nos quería mucho. Llorando le pregunté si podía hacer algo por ella, y me dijo que quería ver a Martina. Me entristeció mucho su pedido, pues yo también quería estar con mi hija, pero ni siquiera sabía a dónde escribir.
    Habíamos terminado las clases. Ana ya tenía su título y a mí me faltaba un año más. Estábamos pasando demasiado tiempo juntos y cada tanto hacíamos el amor, pero no éramos pareja, yo me mantenía firme en mi decisión de volver algún día junto a Melisa. Ana estaba enamorada de un profesor pero tenía pocas chances con aquel tipo casado. Lo que ella no sabía era que el profesor López tenía una doble vida: mantenía relaciones sentimentales con otro profesor del colegio. Yo lo sabía porque una vez los ví besándose en la biblioteca, pero eso fue antes de comenzar las clases en la nocturna. Supongo que López no me recordaba cuando estaba dando las lecciones de matemáticas. Con su título en mano, Ana se fué una vez más, había conseguido que su tía le alquilara un cuarto en la capital para poder meterse en la universidad. Con un poco de suerte, dos años más tarde, Ana se convertiría en licenciada en no sé qué. Yo seguiría estudiando hasta completar la secundaria, y después volvería a la fábrica. Nos despedimos en su casa, era la primera vez que me invitaba desde que nos reencontrámos. Hicimos el amor y no volvimos a vernos nunca más.


IV


    El mismo día en el que mi mamá murió, recibí dos cartas. La primera era de Melisa, diciéndome que Martina comenzaría el jardín y que las dos estában muy bien. La otra era de Ana, y me anunciaba que sería padre una vez más, pero que ella no quería terminar como Melisa, así que le entregaría nuestro hijo a unos parientes suyos y tal vez lo pasaría a buscar cuando terminara de estudiar y lograra "cumplir ciertas metas y deseos". Las dos cartas y aquella muerte, me acabaron. Ese mismo día pensé en tirarme a las vías del tren y morirme como un perro, era lo más sensato que podía hacer.
    Cuando pienso en cómo fueron sucediendo las cosas, me siento un gusano, una oruga ciertamente. Entonces recuerdo fielmente las palabras de mi mamá, mi primera maestra, y pienso: "Las orugas, en cierto momento de sus vidas -mamá no sabía mucho de biología como para dar especificaciones-, se envuelven en un capullo en el cual permanecen durante mucho tiempo. Cerca de la primavera, salen de allí convertidas en mariposas y se reproducen con otras mariposas." Yo seguía siendo una oruga y ya me había reproducido dos veces, les gané, pero comprendí entonces lo sabias que eran al encerrarse en un capullo durante algún tiempo y no pasar de ser orugas a mariposas así como así. Decidí que debía conseguirme un capullo para poder volar, pero, como no me gustaba hablar con metáforas, pensé en que debía quedarme quieto y no hacer nada hasta que mi mente pudiera auto repararse. Era un taoísta sin saber qué era el Tao.
    Todas las noches sentía nostalgia y se me caían lágrimas. Recordaba a mi madre, pensaba en Martina y trataba de imaginarme a mi hijo más pequeño. Todo me traía sabores amargos e intentos caducos de solucionar las cosas: ya era tarde para todo. Allí, lejos de todos y cerca del pasado, mi vida estaba quieta, no salía de mi casa y comía lo que había allí: caldos y conservas que compré para no tener que salir hasta que mi mente se aclare y mis duelos hayan terminado.
    Las luces de la calle golpeaban contra los vidrios y cada tanto se largaba a llover, produciéndo un sonoro golpeteo en el techo que me impedía relajarme. Pero yo seguí firme allí, tratando de crecer de una manera poco común, intentando que las cosas que me pasaron se queden en el fondo de mí. Al cabo de unos trece o catorce meses más tarde, al fin me sentí listo y salí. Pero todo lucía tan igual, tan terriblemente igual, que me sentí perdido y sentí deseos de esconderme otra vez, esta vez no quería pensar ni crecer, tan solo buscaba esconderme de lo feo que me parecía el mundo. En el buzón habían varias cartas de Melisa, pero no las abrí al corroborar que seguían llegando sin remitente. ¿Para qué leerlas, si nunca podría ni siquiera responder? Además, si ella seguía escribiendo, era porque creía que yo las leía, ni siquiera se imaginaba lo que me estaba pasando, y nunca pensó en que podría haber muerto. De la que no tenía cartas era de Ana.


V


    Han pasado unos once años desde que me encerré en mi casa por primera vez. Logré conseguir algunas gallinas y plantas de zapallo. Es todo lo que como: huevos, gallinas y zapallo. Pero no me quejo, he aprendido a vivir así, además no necesito trabajar y el Estado se olvidó de mandarme las facturas de la renta. No tengo luz, agua ni gas. Todo lo que uso es el fuego que enciendo con ramas y nada más. Vivo como un campesino en medio de la ciudad y nadie me molesta. Logré hacer crecer una gran cantidad de laureles que se extienden alrededor de todo el patio y, gracias a las cañas que se mezclan entre ellos, nadie puede ver hacia adentro, y yo no veo qué pasa afuera de mi casa. Eso me encanta.
    El otro día salí a caminar, había sentido una extraña sensación de querer salir, de ver algo del mundo exterior. Cuando iba por allí, encontré a los chicos saliendo del colegio, y entre ellos vi un rostro familiar, muy familiar, como el de las orugas. No hice más que mirarlo, y, al encontrarlo bien de salud, simplemente sonreí y seguí mi camino, que no recuerdo en dónde terminó.


sábado, 13 de diciembre de 2014

Las Luces Azules

    Así como ya casi todos lo sabíamos, eran azules, eran luces verdaderamente azules. Yo lo sabía pero nunca pude verlo con mis propios ojos, no recuerdo quién me lo dijo por primera vez: "¿Sabes algo de las Luces Azules? Bueno; solían ser de mi abuelo pero el Estado se las quitó. Después de la guerra quedaron allí, solitarias, y nadie se anima a hacer nada con ellas más que mirarlas". Pero a mí no me importaban ni el Estado ni su abuelo, yo solo quería tener esas luces y poco me importaba lo que pudiera pasar. Pero no las quería como mi primo, él pensaba en quedárselas para sí y no enseñarselas a nadie más, ni siquiera a su abuelo, que tampoco las había visto y el pobre se estaba quedando ciego. Yo, en cambio, las quería para algo muy especial.
    Una vez, Eve me pidió que le cuente cómo era el cielo, porque ella creía que yo sabía volar, eso fue lo que le dije una vez. Entonces le conté que el cielo es lo más hermoso que hay, que no había que pensar en el cielo a partir de lo que se ve, sino que es mejor ir hacia adentro del cielo y conocerlo. Eso cuando teníamos seis años, porque diez años más tarde, Eve me pidió que la lleve al cielo. Como no era verdad que yo sabía volar, le dije que se quedara al lado mío cuando estuviera oscureciendo y que se quedara hasta el amanecer. Los dos nos pasamos la noche en la misma cama, nadie más que nosotros lo sabía. Sentí el perfume de Eve, era floral y dulce, una delicia. Me incliné para sentir mejor su perfume y, sin darme cuenta, comencé a acariciarla muy despacio, con miedo y placer. Ella  me tomó de la mano y me dijo si la iba a hacer volar en ese mismo momento. No sé si sus alas estuvieran preparadas, pero apenas podía pensar, me sentía extasiado con su perfume y la suavidad de su cabello que caía sobre el almohadón de plumas. Desde el cielo, si alguien observara desde el cielo, vería que debajo de las sábanas algo estaba sucediendo.
    Al día siguiente, Eve me preguntó si lo que habíamos hecho durante la noche fue volar. No supe qué responderle, pero ella dijo que de todos modos le había parecido fantástico. Volvimos a volar muchas veces más, hasta que me dijo que estaba enamorada. Yo no sabía cómo era estar enamorado, había leído sobre eso en las novelas pero no entendía bien qué debía uno sentir. Sin embargo me puse feliz, supongo que eso es el amor. Y cuando quise inclinarme para besarla, Eve me dijo que no estaba enamorada de mí, sino de otro chico. Me sentí muy mal pero traté de disimularlo, no sé si lo logré. Ella se quedó viéndome durante un momento y luego sonrió con picardía. Algunos meses más tarde me escribiría diciéndome que cómo podía yo pensar que podríamos haber sido novios, si nisiquiera la llevé a volar, que había roto mi promesa. Esa tarde anduve con la cabeza caída, el mentón me tocaba el pecho, apenas levantaba mis pies del suelo y todo el tiempo tenía unas ganas de llorar que no sé por qué no podía aplacar, pero tampoco lograba llorar como necesitaba... supongo que eso, también, es el amor.
    Dos días y tres noches hace que estoy aquí sentado, esperando a que se dejen ver las Luces Azules. Quiero llevárselas y que se enamore de mí. Dicen que si un hombre le lleva las Luces Azules a la mujer que ama, entonces ella se dará cuenta de lo que él siente y lo amará también. Yo no sé si es verdad, puede que sí, como también puede resultar que pierda otros veinte años sentado en el mismo lugar, frente a esta laguna llena de mosquitos y arañas, sin poder encontrar nada. Mi esposa me dice que estoy loco -claro que ella no sabe qué estoy haciendo aquí, es decir, para qué estoy aquí-, que todo sobre las Luces Azules no es más que una simple y tonta fábula para hacer que las mujeres se acuesten con los hombres y para que los hombres se vuelvan tontos como yo. Me dijo también que, si quería ganar dinero -Sí, eso cree la muy tonta, que estoy intentando ganar dinero-, debería ponerme a buscar trabajo y no quedarme durante tantas horas mirando una sucia laguna en la que ni se puede pescar ni se puede nada. Yo voy a seguir esperando, pues cada vez que cae la noche, especialmente en verano, cuando la luz de la luna tiene más ganas de reflejarse sobre el agua, veo dos Luces Azules que parecen estar emergiendo desde lo más profundo de las tranquilas aguas.
    Tengo sueños con Eve, hermosos sueños con Eve. Solemos estar sentados en la laguna esperando a que las luces aparezcan. Su voz es la misma que me pedía que la lleve a volar, solo que ahora me preguntá qué es lo que hacemos allí, y yo le digo que debe esperar un poco más, que cuando las Luces Azules aparezcan lo entenderá todo.
    Pero entonces me despierto: la misma mujer de siempre, la misma casa medio destruída y mi zarrapastroso traje marrón que una vez compré para salir a pasear los domingos de enero. A menudo me dan ganas de volar como lo hacía antes, pero ya no puedo. Cierro los ojos y comienzo a correr, entonces contraigo el abdomen y salto... antes lo hacía así y volaba, pero ahora me caigo de bruces contra el suelo y me siento amargado, me siento terriblemente solo. Nadie me ve hacerlo, nadie sabe tampoco que antes volaba.
    Esta es la segunda botella de vino, y hoy es mi cumpleaños. Nadie lo recuerda, tal vez mi esposa, pero ella me dejó hace dos años cuando encontró un dibujo que yo hice de Eve en uno de mis cuadernos. Recuerdo que entré a la habitación después de haberme pasado toda la tarde en la laguna. Había regresado a casa a comer algo para después volver al mismo lugar. Mi esposa estaba sentada en la cama, los ojos fijos en el dibujo, llenos de lágrimas. Creí que me iba a gritar como un demonio, pero se limitó a mirarme con sus ojos color café y a decirme que lo lamentaba mucho, Le agradecí por su comprensión y le dije que me iría, pero que no debía sentirse mal, que también la quise. Sin decir nada tomó un bolso que aparentemente había estado preparando antes de que yo llegara. Supongo que cuando encontró el dibujo comprendió todo y fue en ese preciso momento en el que decidió marcharse. Sigo agradecido por eso, pero hoy me siento solo y la recuerdo con ternura. Me gustaría que hubiésemos seguido siendo amigos. Tengo casi cuarenta años y estoy solo. Lamento no haber tenido hijos, aunque, por un lado, siempre los imaginé con los rasgos de Eve y de nadie más. Sería muy difícil quererlos si no fueran hijos suyos y míos.
    Un día la encontré. Había salido al parque, era verano y los grillos cantaban porque la noche estaba ya muy próxima. Trataba de esconderme de la gente, de que no me vieran, pero era imposible. Y entre toda la masa de almas que no sabían qué decir ni qué hacer, encontré a Eve. Estaba rosada y femenina como si conservara sus dieciséis años aún. Tenía el pelo lacio y castaño como antes, parecía haberse conservado en el tiempo. Me acerqué a saludarla y mientras cruzábamos alguna que otra palabra, pude notar que el tiempo la había marcado, pero que sin embargo seguía siendo hermosa. Me dijo que se había casado con un sujeto que conoció en la ciudad, ahora ella vivía en la ciudad del smoke, ya no en los suburbios como antes, como yo. Ella no recordaba las lagunas ni los cerros, no recordaba a los corderos con sus madres ni a los carros tirados por caballos con caras largas, ahora era una especie de dama y eso. Le dije que la amaba, que debía ayudarme a encontrar las Luces Azules para comprenderme. <<¿Todavía con eso? -me dijo con una sonrisa irónica que me partió al medio- No puedo dejar a mi marido. Lo amo.>> Yo creí que ella me habría amado a escondidas y le dije que no debía tener miedo de hacer lo que sentía. <<En verdad amo a mi esposo. El me regaló alas de mariposa; ahora puedo volar>>, me dijo. Me enseñó las alas de mariposa. Eran dos pequeñas alitas atravesadas con un alfiler que ella guardaba en una especie de monedero. <<Están muertas -le dije- ¿cómo puedes volar con esto?>>. No me contestó, solamente me mostró sus hermosos y blancos dientes en una tierna sonrisa. Después me dijo que debía irse.
    Han pasado seis meses desde aquella vez, y todos los días paso por el parque para tratar de encontrarla. Cuando la veo, siempre está acompañada de su marido, un sujeto por demás afortunado. Yo me escondo detrás de un árbol y tapo mi ojo izquierdo para que solo su figura quede en mi rango de visión. Luce tan hermosa como antes, como el día en que me pidió que le enseñe a volar. Por la noche, cuando todos dejan el parque y se van a sus casa a hacer sus cosas, a comer y a descansar para estar listos al día siguiente, yo me dirijo a la laguna con la esperanza de encontrar aquellas malditas Luces Azules que tantos problemas me están causando.