Siempre tuve la misma caja en el mismo
lugar; nunca dejé que nadie la abriera, ni la moviera, ni la tocara. Todo
porque yo estaba enamorado de una mujer, que en verdad, veía como si fuera una
alondra. La última vez que la había visto tenía puesto un largo y ajustado y
delicadísimo vestido. Su delgado cuerpo estaba dentro de aquel tejido teñido con
colores que la hacían parecer un cuerpo acuoso que viajaba por el cielo. No sé
de dónde vendría cuando se ponía ese vestido; a mí, me parecía excelente.
Era mi caja, allí tenía guardadas más de
cien cartas para mi alondra, aunque no sé qué significa la palabra
"alondra", por más que la había visto una sola vez, el día del
vestido, que no sé si lo sacó del mar o del cielo.
La lluvia era incesante, siempre es así
durante los primeros días de primavera, y las míseras paredes de mi cuarto se
humedecen enseguida. Aparecen manchas por doquier. Entonces los recortes del
periódico, que guardo para olvidarme de lo que sucede, comienzan a mojarse y
arrugarse, se echan a perder. Dan asco y tengo que tirarlos, pero con cuidado
de no leer una sola palabra mientras destruyo los papeles porque eso me
destruiría a mí también. Siempre tuve la curiosidad de humedecerme y dejar de
existir, mezclarme en la basura de los papeles encerrados en bolsas de nylon de
supermercados. Pero nunca me animé, quiero seguir esperando a que sea el día
perfecto para encontrarme con mi alondra, al menos quisiera saber si ella me
vió aquel día, si recuerda lo que yo pensé de su vestido, aunque no le dije
nada, aunque sé que no me vió.
En primavera salgo al jardín y observo lo
que sea, lo observo todo tal y como es porque así me gusta que sea. Y veo que
se hace de noche, entonces escucho a los sapos que van llegando para reunirse
alrededor de un haz de luz que se desangra de una pequeña lámpara que alguien
instaló allí afuera. Bailan. Los miro y bailan, pero no saben que yo estoy
observándolos. Me recuerdan a ella, que así, quieta, bailaba la danza de la
espera. No sé qué bailaba, pero se movía, al menos en mi imaginación lo hacía.
Un sapo en el jardín, y el resto llega
después de él. A la zaga, van al encuentro sin pensar en nada, no se nos
parecen. Los sapos no están tristes, no están felices. Solo hacen y así
permanecen, en una acción que es apenas perceptible. Incluso estando quietos,
son seres de acción. No usan banderas, no se maquillan, incluso son horribles y
tienen una indescifrable jerarquía. Se mantienen en un falso equilibrio, aunque
hay quienes idolotran a las hormigas, pero eso no importa. Yo fumaba un
cigarrillo porque así lo quería, se me antojaba que fumar era necesario,
preciso y hermoso en aquel momento. Venía a mi cabeza el recuerdo de la
alondra, estaba tan tibio como si hubiese sucedido el día anterior. Pero
tristemente sabía que ella no iba a volver a aparecer, que en cualquier momento
las imágenes se irían degradando en mi cabeza hasta convertirse en una especie
de manchas en el vacío. Tan solo recordaría los azules y los violetas de su
traje de ultramar. No recordaría sus cabellos que eran sujetados por el viento,
no sabría qué decir si alguien me preguntaba por mis pensamientos de hoy, tan
solo podría afirmar que el olvido se había devorado a mi alondra, a mi único
amor. Esa misma tarde la caja había aparecido con increíbles manchas de humedad
que la dejarían en la ruina. Al abrirla, noté que las cartas estaban mojadas,
pero sentí un profundo terror al imaginarlas junto a los recortes que no quiero
leer. No podía abrir los sobres, le pertenecían a ella y a nadie más que a
ella; lo mismo se rompían solos cuando uno intentaba tocarlos. Era una masa
compacta de papeles y sentimientos adornados con tinta negra. No tenían
remitente, y en el destinatario solo podía leerse la ingenua frase: "Para
vos". No sé en qué estaría pensando.
Salí corriendo y busqué la caja, cuando por
fin la tuve en mis manos, volví al jardín y la coloqué sobre el césped húmedo
por la lluvia y el rocío de la noche. Sin que nadie me viera, me uní a los
sapos que bailaban desnudos y gritones. El amanecer llegó, y de la caja
quedaban tan solo restos, pues una fuerte lluvia se desgranó sobre su cuerpo de
cartón.
No sé si las cartas fueron al cielo, no sé
si habrán ido al mar, así como no sé en dónde está mi alondra cada vez que me
viene el recuerdo de aquel día en que la ví, y del que solo puedo mencionar su
cuerpo delgado dentro de aquel vestido de tonos azules, violetas, quién sabe...
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