martes, 23 de diciembre de 2014

Un sapo en el jardín


    Siempre tuve la misma caja en el mismo lugar; nunca dejé que nadie la abriera, ni la moviera, ni la tocara. Todo porque yo estaba enamorado de una mujer, que en verdad, veía como si fuera una alondra. La última vez que la había visto tenía puesto un largo y ajustado y delicadísimo vestido. Su delgado cuerpo estaba dentro de aquel tejido teñido con colores que la hacían parecer un cuerpo acuoso que viajaba por el cielo. No sé de dónde vendría cuando se ponía ese vestido; a mí, me parecía excelente.
    Era mi caja, allí tenía guardadas más de cien cartas para mi alondra, aunque no sé qué significa la palabra "alondra", por más que la había visto una sola vez, el día del vestido, que no sé si lo sacó del mar o del cielo.
    La lluvia era incesante, siempre es así durante los primeros días de primavera, y las míseras paredes de mi cuarto se humedecen enseguida. Aparecen manchas por doquier. Entonces los recortes del periódico, que guardo para olvidarme de lo que sucede, comienzan a mojarse y arrugarse, se echan a perder. Dan asco y tengo que tirarlos, pero con cuidado de no leer una sola palabra mientras destruyo los papeles porque eso me destruiría a mí también. Siempre tuve la curiosidad de humedecerme y dejar de existir, mezclarme en la basura de los papeles encerrados en bolsas de nylon de supermercados. Pero nunca me animé, quiero seguir esperando a que sea el día perfecto para encontrarme con mi alondra, al menos quisiera saber si ella me vió aquel día, si recuerda lo que yo pensé de su vestido, aunque no le dije nada, aunque sé que no me vió.
    En primavera salgo al jardín y observo lo que sea, lo observo todo tal y como es porque así me gusta que sea. Y veo que se hace de noche, entonces escucho a los sapos que van llegando para reunirse alrededor de un haz de luz que se desangra de una pequeña lámpara que alguien instaló allí afuera. Bailan. Los miro y bailan, pero no saben que yo estoy observándolos. Me recuerdan a ella, que así, quieta, bailaba la danza de la espera. No sé qué bailaba, pero se movía, al menos en mi imaginación lo hacía.
    Un sapo en el jardín, y el resto llega después de él. A la zaga, van al encuentro sin pensar en nada, no se nos parecen. Los sapos no están tristes, no están felices. Solo hacen y así permanecen, en una acción que es apenas perceptible. Incluso estando quietos, son seres de acción. No usan banderas, no se maquillan, incluso son horribles y tienen una indescifrable jerarquía. Se mantienen en un falso equilibrio, aunque hay quienes idolotran a las hormigas, pero eso no importa. Yo fumaba un cigarrillo porque así lo quería, se me antojaba que fumar era necesario, preciso y hermoso en aquel momento. Venía a mi cabeza el recuerdo de la alondra, estaba tan tibio como si hubiese sucedido el día anterior. Pero tristemente sabía que ella no iba a volver a aparecer, que en cualquier momento las imágenes se irían degradando en mi cabeza hasta convertirse en una especie de manchas en el vacío. Tan solo recordaría los azules y los violetas de su traje de ultramar. No recordaría sus cabellos que eran sujetados por el viento, no sabría qué decir si alguien me preguntaba por mis pensamientos de hoy, tan solo podría afirmar que el olvido se había devorado a mi alondra, a mi único amor. Esa misma tarde la caja había aparecido con increíbles manchas de humedad que la dejarían en la ruina. Al abrirla, noté que las cartas estaban mojadas, pero sentí un profundo terror al imaginarlas junto a los recortes que no quiero leer. No podía abrir los sobres, le pertenecían a ella y a nadie más que a ella; lo mismo se rompían solos cuando uno intentaba tocarlos. Era una masa compacta de papeles y sentimientos adornados con tinta negra. No tenían remitente, y en el destinatario solo podía leerse la ingenua frase: "Para vos". No sé en qué estaría pensando.
    Salí corriendo y busqué la caja, cuando por fin la tuve en mis manos, volví al jardín y la coloqué sobre el césped húmedo por la lluvia y el rocío de la noche. Sin que nadie me viera, me uní a los sapos que bailaban desnudos y gritones. El amanecer llegó, y de la caja quedaban tan solo restos, pues una fuerte lluvia se desgranó sobre su cuerpo de cartón.

    No sé si las cartas fueron al cielo, no sé si habrán ido al mar, así como no sé en dónde está mi alondra cada vez que me viene el recuerdo de aquel día en que la ví, y del que solo puedo mencionar su cuerpo delgado dentro de aquel vestido de tonos azules, violetas, quién sabe...

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