martes, 23 de diciembre de 2014

La chenille


I

    Si me preguntan, diré que no sé nada. Pero en verdad, lo que quisiera responder es que recuerdo una historia increíble, pues ni siquiera sé si sucedió todo aquello el mismo martes por la tarde o si fué apenas el sueño del miércoles, sin saber de cuándo ni dónde venían los recuerdos a mis sueños. Tan solo sé que la conocí en el colegio cuando los dos teníamos apenas siete años. Detrás de sus anteojos de grueso vidrio se escondían dos ojos parecidos a los de las orugas y a mí me hacía mucha gracia verlos. Un día le dije a uno de mis compañeros que Ana tenía cara de oruga. El no me respondió, a la mayoría de mis compañeros no les hacían gracia mis comentarios, ni siquiera me querían y más tarde, cuando pasé a la secundaria, ni siquiera me tenían respeto. Pero Ana, sí. Ella y yo éramos amigos, aunque siempre fue un hampón, y me reía a escondidas de su rostro porque no era como el de las demás chicas de la escuela, Ana, más bien, parecía una especie de caricatura con los ojos de oruga.
    Recuerdo cuando se enteró de lo que yo andaba diciendo por todos lados. Me sentí muy mal y tuve miedo de que ya no quisiera ser mi amiga, pues era la única que no me trataba mal. Nada de eso; Ana me dijo que era verdad, que parecía una oruga y que no solo sus ojos, sino que todo en ella era de oruga. Luego se echó a reír. Yo no entendía bien por qué reía, pero le pedí perdón y le dije que había dicho aquellas cosas porque era un necio y nada más. pero que ella, a pesar de sus ojos de insecto, era la más linda de todas las chicas de la escuela. No me dijo nada, solamente me dió la mano y me pidió que la acompañara a juntar flores para su tía.
    Estaba haciendo cada vez más calor, y eso significaba que estaba llegando el verano y que las clases estaban a punto de terminar. Yo apenas me daba cuenta de que habían empezado porque nunca hacía la tarea ni nada, en cambio Ana era una estudiante destacada. Los demás se burlaban de ella porque era la que mejor leía y porque era la que mejor sumaba de todos nosotros. Yo nunca los entendí, me parecían estúpidos por eso; a mí me hubiera gustado parecerme a Ana, pero era bastante torpe para todo eso y no le daba importancia a las lecciones.
    Durante el verano, Ana y yo no nos vimos un solo día. Ella me había dicho que su abuela la esperaba todos los veranos desde que comenzó la escuela en la ciudad. Se iría al campo a verla y me prometió que nos sentaríamos juntos el próximo año. Sin embargo, cuando empezaron las clases, Ana nunca llegó.
    Era mi primer día en la escuela y desde que había llegado acompañado de mi madre, lo único que había hecho fue tratar de encontrar a Ana. Cuando salí, fuí a toda prisa hasta la puerta de su casa, pero no me animé a llamar. Estaba a punto de marcharme cuando salió su madre y me preguntó qué hacía ahí solo. Le dije que tenía la intención de ver a Ana. <<Oh, ¡un amiguito de Ana! Me apena mucho, pero tenés que saber que Anita se va a quedar a vivir con su abuela al menos hasta el próximo año.>>, me dijo ella con toda tranquilidad. Yo no podía esperar tanto. Me tentaba preguntarle porqué me mentía, quería saber el motivo por el cual Ana no me quería ver. Finalmente me fuí de allí con la cabeza entre los hombros.
    Tenía entonces ocho años, y mi último cumpleaños había sido durante el verano. No recuerdo en qué época habían sido los anteriores, pero desde ese día, siempre fueron en verano, en vacaciones. La fiesta había sido pésima. Vinieron mis abuelos y dos primas gorditas y envidiosas que y0 no quería. Me tiraron de las orejas y tuve que escuchar todas aquellas cosas que ya desde chico me parecían absurdas. Me daba vergüenza porque sabía que cuando uno cumple años, todos los demás lo observan distinto. Las caras de mis familiares se transformaban en las más estúpidas que había visto jamás. Todavía suelo recordar sus rostros de bobalicones apuntando contra mí. Fue el último que "celebré", luego de eso no quise nunca más que vinieran a verme, que me den regalos ni que me digan nada.  Todos se ofendieron, pero eso no me molestaba, sino que me resultaba mucho más amarga la incomprensión de quienes se rehusában a aceptar mis decisiones, pues sus estúpidas convicciones eran demasiado fuertes, tenían muy arraigada su estupidez como pare respetar a un niño. Por lo demás, siguieron insistiendo hasta que cumplí treinta años; luego, muchos de ellos fueron muriéndose y dejándome en paz.
    Todos los días me preguntaba cuándo regresaría la cara de oruga, pero el tiempo pasaba y ella nunca llegaba, A veces, cuando escuchaba que tocaban el timbre de casa, pensaba en que tal vez fuera ella, o su madre diciéndonos que Ana murió. Necesitaba saber algo de ella, por lo menos su muerte. Pero ni siquiera eso, solo venían a vernos vendedores mugrosos y cada tanto venía alguna de mis tías, amargadas y viejas, a contarnos lo miserable que les resultaban sus vidas. Yo prefería quedarme en el cuarto y dibujar. Tenía unos crayones horribles que se partían, siempre pensé en que tal vez no eran horribles, sino que el maldito que los quebraba era yo. Ahora sé que era un niño, y que si los rompía era por inexperto, no por maldito o porque fueran tan horribles, aunque de hecho sí, eran bastante malos.
    Una tarde encontré una oruga que caminaba por una rama del libustro. Enseguida recordé a Ana y me quedé contemplándola, como si esperara una respuesta de aquel insecto tranquilo y voraz. Me sorprendió mi mamá, quien no sabía nada sobre Ana, y me comenzó a decir no sé qué cosas de que las orugas, después de un tiempo, se convierten en mariposas. Yo no sabía si creerle, pero entonces pensé en que de algún lado tenían que venir las mariposas. Como nunca me interesé por estudiar ni por leer nada, lo que me decía mamá era tomado como palabra científica, filosófica y hasta mística. Ahora me doy cuenta de que no era tan genial como yo creía. Lo que sí era cierto, era aquello sobre la oruga. Me gustaba saber que esos gusanos inmundos se convertían en algo hermoso, porque las mariposas son como las flores. Pensaba en que, si alguna vez volvía a ver a Ana, me gustaría regalarle un ramo de mariposas. Ojalá ella pudiera transformarse, pensaba yo; pero sabía la diferencia entre un insecto y un mamífero. Desde ese día, todas las tardes salía a buscar insectos al jardín, me encerraba en un mundo asombroso mientras mis calificaciones eran cada vez más bajas y mis compañeros de clase se burlaban cada vez más de mí. Pero no me importaba, tampoco me importaba que mi mamá me viviera retando, parecía que la muy maldita había nacido para gritarme. En ese tiempo no comprendía para qué fue madre, si solo pensaba en encerrarme en una escuela para convertirme en un imbécil como los maestros. Por otro lado, comencé a sacar de la biblioteca muchos libros que hablaban sobre insectos. Leía, sobre todo, aquellos que hablaban de la mantis religiosa, mi favorito, y los informes sobre las orugas, los capullos y las mariposas, los leía por obvios motivos.


II


    Dificultosamente terminé la primaria y ahora me esperaba el secundario. Para entonces ya no era el mismo chiquilín de antes y ya le había roto la cara a algunos de mis compañeros, a los más molestos al menos. Después de eso, nunca más volvieron a molestarme. Estaba a punto de comenzar a estudiar los últimos tres años y luego, cuando terminara aquello, seguiría dejando mi juventud en el encierro, esta vez en una universidad. Pero faltaba mucho para eso, mejor ni pensarlo.
    Había dejado las lecturas sobre los insectos y me interesé por la botánica, pero también me había gustado un libro de ficción que encontré por casualidad en la biblioteca mientras buscaba un libro sobre los grillos. Era de un ruso, nunca había leído nada de un ruso excepto algunos estudios sobre ciertos animales. Este tipo era distinto, pero también hablaba de bichos raros, se llamaba Chéjov. A partir de aquella lectura, comencé a interesarme por la filosofía, la política, las ciencias, la cultura, el arte, la música... Le debo muchísimo a Chéjov.
    Y Ana seguía sin aparecer. Tantos años y ella no aparecía. Tampoco llegaban otras chicas a mi vida, parecía estar destinado a quedarme solo durante el resto de mi vida. Sin embargo, en la secundaria, la conocí a Melisa.
    Era una chica encantadora, con los ojos grandes y redondos, pero no era nada fea. Tenía la voz algo ronca, pero no dejaba de ser dulce. Se ataba sus cabellos negros con un moño enorme y me dijo que se animó a hablarme porque siempre me veía con libros. Nadie más que yo hablaba con ella, y nadie más que ella hablaba conmigo. Nos sentábamos juntos y conversábamos mucho. Un día me dijo que festejaría su cumpleaños y que al único que quería invitar era a mí. Entonces me arreglé lo más que pude y fuí a verla. Su casa era muy linda, diferente a la mía. Sus padres parecían muy cultos y taciturnos. Tenían ojeras, igual que Melisa, y hablaban pausadamente. Enseguida me cayeron bien, creo que se esmeraron en atenderme porque era el único amigo de su hija. La fiesta no estuvo mal: nosotros dos solos en su jardían, una mesita llena de pastelitos y una jarrita de té. Melisa dijo que la música que se escuchaba eran de un tal Bach, y que podía leer alguno de sus libros si me daba curiosidad. Desde ese día comencé a visitarla con frecuencia, pero nunca dije nada en mi casa, pues me molestaba que supieran cualquier cosa sobre mí.
    Se había hecho muy tarde, eran casi las diez de la noche y estábamos en el jardín conversando de cualquier cosa y tomándo té de jengibre. Le dije a Melisa que me tenía que ir pero me insistió para que me quedara un rato más. Comenzamos a caminar por el jardín y de repente ella se detuvo. Se acercó a mí, me miró fijamente a los ojos, y apretó mis testículos. No comprendí mucho, aunque me esperaba en que en algún momento ella me dijera algo romántico, nunca imaginé que iría directamente al punto. Comenzó a masajearlos y pronto me excité tanto que la besé. Supongo que su técnica era tan arriesgada como infalible. Allí mismo, en el jardín, entre las plantas de las que tanto había leído y con el riesgo de que alguna araña celosa nos picara las nalgas, hicimos el amor por primera vez. Ninguno de los dos tenía experiencia, pero habíamos leído demasiado en las novelas.
    Fuimos novios en secreto durante algún tiempo, aunque supongo que sus padres siempre sospecharon algo, menos que habíamos tenido sexo en el jardín, porque el cerco de hiedras nos había cubierto bien, y nos esmeramos en no hacer ningún ruido. Aprovechando nuestros abrigos de invierno, nos encontramos varias veces más en el jardín, entonces Melisa quedó embarazada.
    Sus padres estában furiosos y descargaban su enojo contra mí. Me daban tanto miedo que casi les digo que fue ella la que me agarró de los testíe culos la primera vez, que yo no había tenido intención. Pero entonces la quería mucho, y no dejaría que mis miedos arruinaran todo. Yo también me sentía mal, pues no sabía ser padre, ni siquiera era un buen novio y ya tenía que ser marido. Quise ocultárselo a mi madre, pero los padres de Melisa me obligaron a que los lleve a mi casa y ellos mismos se encargaron de contárselo todo a mi mamá, quien miraba atónita a aquellos dos excéntricos seres. Más tarde no me dijo nada, se quedó callada y comenzó a hablarme recién cuando Melisa llegó a los cuatro meses de embarazo. Comenzó entonces a darnos consejos sobre la paternidad-maternidad que ella había ejercido durante dieciséis años sobre mí. Los dos la escuchámos atentamente hasta que a los ocho meses de embarazo, Melisa me dijo que sus padres la echaron de su casa y que debía quedarse a vivir con nosotros.
    Al principio le costó habituarse a nuestra pobreza, porque ella venía de jardines inmensos y una biblioteca enorme. Pasar a una casa con un patio árido en el que apenas crecían libustros y con una bochornosa caja  de cartón que emulaba a una biblioteca, le resultaba incómodo. No tuvimos sexo desde entonces, y al fin nació Martina.
    Por entonces, Melisa estaba harta de mi mamá y cada vez que salía a trabajar, aprovechaba para decirme cuánto le molestaban sus consejos. Yo me limitaba a escucharla y a intentar hacer de mediador, pero parecía no escucharme. Había dejado de ser la dulce lectora que conocí en el colegio para convertirse en una mujercita por demás de quejosa. Yo había dejado de estudiar para dedicarme tiempo completo a la confección de cinturones de seguridad en una pequeña fábrica que había abierto en una ciudad vecina. Llegaba a eso de las ocho de la noche a mi casa tan cansado que solo pensaba en comer e irme a dormir. Pero mi madre, Melisa y Martina, todavía querían algo más de mí. Trataba de aguantar hasta las once de la noche para cenar con las tres y entonces sí me podía ir a acostar, a veces ni siquiera me bañaba, lo cual ponía de un humor terrible a Melisa.
    Martina era la única que no me cansaba. Yo trabajaba solamente por ella, pues a su madre ya no la soportaba. A veces me daban ganas de arrodillarme a sus pies y pedirle que volviera a ser como antes, pero no era tan tonto como para hacerlo, pues sabía que todo había sido muy duro para ella también. Entonces pensé en que lo mejor sería buscar un trabajo mejor para poder comprar una casa nueva en la que pudiéramos vivir los tres, sin mamá, y allí intentar comenzar de nuevo. Como decía, Martina era una luz para mí, siempre me daba ánimos con su desdentada sonrisita y sus manitos rosadas. Tenía los ojos celestes como la madre de Melisa, y el pelo, que parecía una pelucita, era de un negro brilloso. Me gustaba cuando podía quedarme a solas con ella y mirarla reírse o dormir. Los domingos eran los únicos días que tenía libres, entonces ibamos a visitar a los padres de Melisa, que finalmente habían aceptado la situación. De todos modos noté algo extraño las últimas dos veces que fuimos de visita.
    Cumpliéndose todos mis pronósticos, una noche, cuando regresé del trabajo, encontré a mi madre sentada a oscuras en medio del comedor. Encendí la luz y ví que había estado llorando. Me dijo que Melisa se había ido de vuelta a la casa de sus padres, y que se había llevado a Martina con ella. Me sentí terrible, e inmediatamente fuí en su búsqueda. Pero cuando llegué, todas las luces estában apagadas y una vieja, que vivía en frente de ellos, me gritó desde la ventana que los había visto salir muy temprano y con varios bolsos. Supuse que sería el final.


III


    Días después de la fuga, recibí una carta sin remitente en la que Melisa me decía que sus padres la habían convencido de irse con ellos al sur. No me dijo en dónde estaba, apenas me dió algunos detalles sobre el estado de Martina, que era excelente, y me dijo que me amaba. Era la primera vez que me decía tal cosa, nunca antes me había dicho que me amaba.  Estuve a punto de volverme loco de ira, pero pronto las lágrimas aplacaron mi furia y me senté a llorar en el patio mientras el perro del vecino, que siempre estaba en mi casa, me olía las zapatillas.
    Comencé a estudiar otra vez, ahora en el último turno, el de la noche. Mis compañeros no eran pendejos, ahora estaba rodeado de adultos con más ganas de estudiar que de aparearse. Me gustaba, me sentía a gusto allí, aunque no podía dejar de pensar en mi pequeña hija y en Melisa, a quien lamentaba mucho haber perdido. Una vez, en uno de los cursos más avanzados que el mío, noté que había una cara conocida. Le pasé de cerca, de muy cera, y ví dos ojitos de oruga detrás de un trozo de vidrio. <<Te reconocí por los ojos>>, le dije. <<¿Por mis ojos? -me contestó- Apenas has visto un trozo de vidrio,,,>> Le dije que tenía los ojos de oruga y entonces me reconoció y se echó a reír. Nunca la había visto reír así. Nos llevó varios días ponernos al corriente de todo lo que habíamos hecho durante nuestro distanciamiento. Solíamos encontrarnos en un café, el cual siempre había admirado desde chico cuando veía salir de allí a personas con carpetas y sobre todos que hablaban languidamente y usaban zapatos con tacón, tanto hombres como mujeres. Ahora, Ana y yo vestíamos de manera similar a aquellos viejos ídolos de nadie y nos pasábamos un buen rato tomándo café. Algunas noches íbamos a casa a mirar películas o a cenar con mi mamá.
    Los padres de Ana habían muerto y ella vivía sola en su casa, pero nunca invitaba a nadie allí. Me dijo que iba a la escuela nocturna porque cuando se quedó huérfana tuvo que mudarse con su abuela. La madre había muerto justo un día después de aquella vez que yo fui a buscar a Ana debido a un accidente cerebro vascular, y su padre se suicidó después, tan solo dos meses más tarde del entierra. Ana conservaba una carta en la que su padre le pedía perdón y le aconsejaba algunas cosas que no podría decirle más tarde. Le dijo que la esperaría en el cielo, junto a su madre y sus dos abuelos. Cada vez que hablábamos de muerte, mamá se ponía melancólica. Una noche habíamos ido a cenar y nos dijo que tenía cáncer de mamas, que cada vez estaba peor y que nos quería mucho. Llorando le pregunté si podía hacer algo por ella, y me dijo que quería ver a Martina. Me entristeció mucho su pedido, pues yo también quería estar con mi hija, pero ni siquiera sabía a dónde escribir.
    Habíamos terminado las clases. Ana ya tenía su título y a mí me faltaba un año más. Estábamos pasando demasiado tiempo juntos y cada tanto hacíamos el amor, pero no éramos pareja, yo me mantenía firme en mi decisión de volver algún día junto a Melisa. Ana estaba enamorada de un profesor pero tenía pocas chances con aquel tipo casado. Lo que ella no sabía era que el profesor López tenía una doble vida: mantenía relaciones sentimentales con otro profesor del colegio. Yo lo sabía porque una vez los ví besándose en la biblioteca, pero eso fue antes de comenzar las clases en la nocturna. Supongo que López no me recordaba cuando estaba dando las lecciones de matemáticas. Con su título en mano, Ana se fué una vez más, había conseguido que su tía le alquilara un cuarto en la capital para poder meterse en la universidad. Con un poco de suerte, dos años más tarde, Ana se convertiría en licenciada en no sé qué. Yo seguiría estudiando hasta completar la secundaria, y después volvería a la fábrica. Nos despedimos en su casa, era la primera vez que me invitaba desde que nos reencontrámos. Hicimos el amor y no volvimos a vernos nunca más.


IV


    El mismo día en el que mi mamá murió, recibí dos cartas. La primera era de Melisa, diciéndome que Martina comenzaría el jardín y que las dos estában muy bien. La otra era de Ana, y me anunciaba que sería padre una vez más, pero que ella no quería terminar como Melisa, así que le entregaría nuestro hijo a unos parientes suyos y tal vez lo pasaría a buscar cuando terminara de estudiar y lograra "cumplir ciertas metas y deseos". Las dos cartas y aquella muerte, me acabaron. Ese mismo día pensé en tirarme a las vías del tren y morirme como un perro, era lo más sensato que podía hacer.
    Cuando pienso en cómo fueron sucediendo las cosas, me siento un gusano, una oruga ciertamente. Entonces recuerdo fielmente las palabras de mi mamá, mi primera maestra, y pienso: "Las orugas, en cierto momento de sus vidas -mamá no sabía mucho de biología como para dar especificaciones-, se envuelven en un capullo en el cual permanecen durante mucho tiempo. Cerca de la primavera, salen de allí convertidas en mariposas y se reproducen con otras mariposas." Yo seguía siendo una oruga y ya me había reproducido dos veces, les gané, pero comprendí entonces lo sabias que eran al encerrarse en un capullo durante algún tiempo y no pasar de ser orugas a mariposas así como así. Decidí que debía conseguirme un capullo para poder volar, pero, como no me gustaba hablar con metáforas, pensé en que debía quedarme quieto y no hacer nada hasta que mi mente pudiera auto repararse. Era un taoísta sin saber qué era el Tao.
    Todas las noches sentía nostalgia y se me caían lágrimas. Recordaba a mi madre, pensaba en Martina y trataba de imaginarme a mi hijo más pequeño. Todo me traía sabores amargos e intentos caducos de solucionar las cosas: ya era tarde para todo. Allí, lejos de todos y cerca del pasado, mi vida estaba quieta, no salía de mi casa y comía lo que había allí: caldos y conservas que compré para no tener que salir hasta que mi mente se aclare y mis duelos hayan terminado.
    Las luces de la calle golpeaban contra los vidrios y cada tanto se largaba a llover, produciéndo un sonoro golpeteo en el techo que me impedía relajarme. Pero yo seguí firme allí, tratando de crecer de una manera poco común, intentando que las cosas que me pasaron se queden en el fondo de mí. Al cabo de unos trece o catorce meses más tarde, al fin me sentí listo y salí. Pero todo lucía tan igual, tan terriblemente igual, que me sentí perdido y sentí deseos de esconderme otra vez, esta vez no quería pensar ni crecer, tan solo buscaba esconderme de lo feo que me parecía el mundo. En el buzón habían varias cartas de Melisa, pero no las abrí al corroborar que seguían llegando sin remitente. ¿Para qué leerlas, si nunca podría ni siquiera responder? Además, si ella seguía escribiendo, era porque creía que yo las leía, ni siquiera se imaginaba lo que me estaba pasando, y nunca pensó en que podría haber muerto. De la que no tenía cartas era de Ana.


V


    Han pasado unos once años desde que me encerré en mi casa por primera vez. Logré conseguir algunas gallinas y plantas de zapallo. Es todo lo que como: huevos, gallinas y zapallo. Pero no me quejo, he aprendido a vivir así, además no necesito trabajar y el Estado se olvidó de mandarme las facturas de la renta. No tengo luz, agua ni gas. Todo lo que uso es el fuego que enciendo con ramas y nada más. Vivo como un campesino en medio de la ciudad y nadie me molesta. Logré hacer crecer una gran cantidad de laureles que se extienden alrededor de todo el patio y, gracias a las cañas que se mezclan entre ellos, nadie puede ver hacia adentro, y yo no veo qué pasa afuera de mi casa. Eso me encanta.
    El otro día salí a caminar, había sentido una extraña sensación de querer salir, de ver algo del mundo exterior. Cuando iba por allí, encontré a los chicos saliendo del colegio, y entre ellos vi un rostro familiar, muy familiar, como el de las orugas. No hice más que mirarlo, y, al encontrarlo bien de salud, simplemente sonreí y seguí mi camino, que no recuerdo en dónde terminó.


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