La humedad de las paredes emanaba un vapor que apenas
lograba asperjar el aire de la habitación de Octavio. Desde la pared, en un
anaquel flojo, la fotografía de su abuelo parecía observarlo con un aire seco,
severo, que contrastaba con el ambiente desordenado ¿Qué podía hacer? Sin
impacientarse, pocas veces lo hacía, se limitó a fijar su vista en el
escritorio y luego tomó mecánicamente un sobre cerrado que tenía inscriptas las
palabras de su madre muerta: “Para mi hijo”. No se atrevía a abrirlo, una especie
de culpa y pánico actuaban en conjunto en su interior. <<No debo, no es
para mí>> dijo como si el sonido de su solitaria voz sirviera para
convencerse a si mismo. De manera casi violenta, pero también como acto reflejo
del miedo y el dolor que lo invadían, Octavio se levantó de su silla y caminó
hacia la siguiente habitación de la casa; la cocina y el comedor eran el mismo
ambiente, tan solo el baño y dos alcobas estaban separados del resto. Los
elementos de cocina estaban en una mesada llena de moscas las cuales el joven
espantó con un movimiento torpe de su brazo izquierdo. Apartó de la mesa una de
las tres sillas y ahí se quedó sentado largas horas.
Era la mañana de un domingo poco prometedor. La luz del sol
entraba como una espionne por la ventana pero de nada servía; Octavio, con su
cuerpo desnudo, aún dormía. Antes de que la espía mirase su pecho, los párpados
enrojecidos abrieron paso a su mirada y el joven comenzaba a reconocer al
mundo, empezando desde las maderas rotosas del techo que cedían a la humedad.
Como si fuera algo onírico, un perfume floral atravesó la habitación, pero
murió en menos de un segundo y en ese momento Octavio despertó. Otra vez no
había nada para él en el mundo.
Sabía que Eugenia estaría en su casa. El día no prometía
nada, igual que el anterior, no tenía dinero y le quedaban pocos cigarrillos.
Era ideal para hacerle una visita. Tomó un saco, lo agitó para sacarle el polvillo
y se lo puso sobre los hombros. Con lo último que le quedaba compró una botella
de vino en el camino y siguió su rumbo: Él, su alma y su cuerpo de veinticuatro
años.
Los árboles se mecían despacio con sus hojas doradas y rotas
por el viento. Algunos perros pasaban y parecían tener un destino al cual
dirigirse, un camino casi marcado, por ellos mismos tal vez, al contrario de
aquel solitario y perdido ser cuya sombra ya iba desapareciendo, según el sol
se escondía. Le hubiese gustado descalzarse y sentir el cemento en sus pies
para después andar por el pasto, volver al cemento y, si decidía tomar el
camino corto, humedecería sus pasos el sucio barro incrustado de piedritas.
Desistió de sus ideas y cuando dejó de divagar se encontró a una cuadra de la casa
de Eugenia.
-Siempre igual vos, ¿Eh? – Acusaba Eugenia con un tono
oscuro. - ¿Qué voy a hacer? Sabéis como es esto, criarse solo. – mientras daba
su argumento, Octavio miraba al suelo con amargura.
Eugenia descorchó el vino. Un perfume cálido inundó el
ambiente y pasando el pico de la botella por sus narices, cerró los ojos como
si quisiera atrapar cada partícula.
Igual que un actor de teatro under, Octavio se quitó el saco
y lo tendió en el sofá, en el mismo que Eugenia estaba sentada y ya sirviendo
el vino en los vasos de vidrio azul esmerilado.
Quiero trabajar – Octavio se escuchaba sincero y tímido a la
vez. – De verdad.
Roque se quedó solo en el taller, si queréis le hablo.
Está bien. Dame un beso.
Ahora no, Octavio, ahora no…
La mecánica no era del agrado de Octavio. Había trabajado
tiempo antes en un taller de calzado y eso no había prosperado mucho tampoco.
De todos modos fue y trabajó en el taller de Roque. Roque era el mecánico del
barrio, todos lo conocían y aunque le confiaban bastante, no eran pocos los que
sabían que era un chanta más.
Al llegar a su casa la soledad aparecía nuevamente. Aunque
no le agradaba el trabajo prefería quedarse en el taller. Solía sentarse a
fumar callado, solo, sentado con el torso desnudo, mirando a la nada; a veces
la iba a ver a Eugenia y pasaba ahí la noche. Algunas veces tenían sexo pero la
mayor parte de las noches solo miraban televisión y se dormían con el
resplandor frío de la pantalla.
La mujer tenía cuarenta y dos años. A los doce había quedado
huérfana y tuvo que mudarse a la casa donde habitaban sus dos abuelos maternos
a quienes ella debía cuidar, ya que la precaria salud de los viejos los tenía
casi inmóviles. Tuvo un hijo a muy corta edad, antes de los veinte, con un tipo
mayor de quien ella se había enamorado, pero el hombrecito solo buscaba un
aventura con una joven para mitigar la fatiga que le causaba el matrimonio.
Tuvo que criar a su hijo al mismo tiempo que sus abuelos agonizaban.
Cuando lo viejos murieron se quedó con la casa como herencia
pero no tenía con qué alimentar al pequeño José que tenía unos dos o tres años
y debió entregarlo en adopción a una vieja conocida de sus padres. Según dicen,
la mujer murió cuando José tenía ocho años y las autoridades lo dieron a Mabel,
una mujer de Rosario, para que se hiciera cargo. Eso era todo lo que sabía
Eugenia de su hijo. José estaría, tal vez, creciendo con otra familia en la
ciudad de Rosario.
¿Nunca te fijaste en Elizabeth? Ella siempre pregunta por
vos Octavio.
Pero no me hace efecto… - las palabras de Octavio parecían
banderas blancas destruidas.
Digo que, hace dos años que nos conocemos y siempre estamos
así… No te veo hacer nada por vos, por mí no tenéis que hacer nada, ya estoy
vieja para vos. Además, yo busco a mi hijo, un chico que debe tener tu edad.
¿Podrías estar tranquilo si lo encuentro? ¿Podrías seguir viniendo acá y coger
conmigo como si nada, sabiendo que en el cuarto de al lado está mi hijo de tu
misma edad?
No me importaría.
¿No?
¿No me queréis ver más?
Si, te quiero ver. Yo te amo, nene; pero, como te amo,
quiero que hagas una vida. Yo soy vieja para vos.
Callate. Ya está.
Y luego, cuando Octavio terminó su cigarrillo, se metieron
entre las sábanas frías de la cama y con el calor de sus cuerpos las fueron
entibiando lentamente. Se besaron despacio, como con cierta timidez, casi
sabiendo que algo estaba por suceder; aún así durmieron tranquilos porque suele
pasar que las cosas nunca suceden; que el olvido derrota a la esperanza
mientras los seres viven como en un sueño, creyendo en algo y a su vez sabiendo
que nada va a suceder. Como mirar un reloj sin pilas o pescar en un vaso de
vodka.
Voy a dejar el taller en dos meses, Eugenia. Junto algo,
ahorro lo que puedo y listo.
¿Qué vas a hacer?
Me voy… acá no tengo vida.
Así vivió los dos meses anunciados, con una angustia que él
mismo se esforzaba en disfrazar de libertad, esperanza, todas esas cosas.
Por el lado de la mujer, la tristeza era inmensa e
inconmensurable. No veía a Octavio sino los sábados y se la pasaba sola, en una
mano la foto de José de pequeño, en la otra un cigarrillo, hábito que tomó de
Octavio: fumar cuando estaba triste, fumar siempre.
II
Conejo Negro II
En Pigûe se refugiaba, sin saber de qué se alejaba en
verdad. Había llegado dos días antes y no tenia empleo. Dormía en una capilla.
Le parecía una ironía refugiarse en ese lugar, él, que siempre renegó de la
religión, estaba cenando junto al Padre Laureano y dos refugiados más: Natalia
y Marcelo. Eugenia siempre hablaba de Dios, era de esas personas que moldean el
catolicismo según sus gustos, sus miserias y la voluntad que pueden poner. Cada
vez que Octavio veía una cruz recordaba a Eugenia. La imagen de Cristo lo
molestaba, el hijo, Cristo era José, el que lo alejaba de ella: Su mujer.
- Vamos a comer, Octavio. –La voz de Natalia era como una
gota de agua en aquel desierto.
Los comensales se sentaron alrededor de una mesa de roble en
donde estaban servidos cuatro platos nada ostentosos. Luego de que el Padre
diera las gracias, comenzaron a comer. Octavio no dejaba de mirar a Natalia,
los ojos negros y el cabello castaño rizado de esa mujer lo encantaron. Buscaba
siempre la ocasión para encontrar un cruce de miradas a la cual ella respondía,
no sin una dosis de timidez, de miedo, de la prohibición de Dios...
Octavio colaboraba en los bautismos, al igual que Natalia y
Marcelo. En verdad no le gustaba, pero era lo único que podía hacer allí, en un
pueblo tan chico era difícil conseguir trabajo, más si uno no quiere trabajar.
Después de que todos se fueron de la capilla, Octavio salió a fumar, Natalia
estaba ahí.
- ¿Hace mucho que fumás?
–No me acuerdo
¿querés uno?
-No gracias.
- ¿Damos una vuelta? - Le propuso Octavio.
Durante el paseo se contaron cosas de sus vidas, hablaron de
religión, política, música, cigarrillos, de la vida, la vida misma.
El sintió una conexión, ella callaba con la voz del
silencio, ese silencio que también es una voz, la que calla a todas las otras
voces que tenemos adentro. Una semana después, Octavio y Natalia se pasaban
mucho tiempo juntos y ayudaban con más entusiasmo al Padre Laureano quien no
aprobaba mucho esta cercanía de los jóvenes. Veía en Octavio un ser oscuro, muy
misterioso para ser humano, según las creencias que seguía en su vida.
Llamo por teléfono a Eugenia, no la había olvidado, para
contarle que estaba bien pero que no sabía si iba a volver. Le contó de Natalia
y sobre cómo se comportaba el Padre desde que los dos se hicieron amigos. La
mujer fingía interés pero él se dio cuanta de la mentira y se despidió
fríamente, acaso sin saber que era la última llamada.
III
Conejo Negro parte 3
Siete meses después de haber llegado, Octavio no encontraba
su rumbo. Varias noches las pasaba en vilo, fumando en la oscuridad, a los pies
de la cama, pensando qué hacer. Las respuestas nunca llegaban, se iban igual
que los minutos: díscolos e indómitos. Pero Natalia era una razón. Esa mujer única y tan preciosa
era un motivo no solo para quedarse en Pigûe, era una razón para vivir ¿O sería,
tal vez, una tautología que él usaba inconcientemente para negarse a todo lo
demás? Octavio optaba por creer una vez más en la esperanza, eso que estaba
vivo dentro suyo, por más que todo a su alrededor fuera muerte, había una
esperanza todavía circunstante en él.
-Se ve que al padre no le gusta que salgamos a pasear…
- A mi ni me dijo nada.
– Pero cuando
pregunta en donde estuvimos, el escuchar la respuesta, se pone serio, más que
otras veces.
–Bueno, dejalo.
–Natalia se ponía cada vez mas incomoda.
-¿No te gusta hablar de esto, no?
– No.
-¿Por qué?
Debían pasar a otro tema. La verdad, a veces, se debe
esconder de nosotros, sus demonios, para seguir viviendo y, en el momento que
ella crea adecuando, salir a la luz. A Octavio le dio vueltas por la cabeza esa
situación durante varias semanas, cada vez que hablaba con Natalia sentía una
necesidad enorme de preguntarle por qué no quería hablar del cura, pero tenía
mucho afecto como para hacerla pasar al menos un solo segundo de dolor o miedo.
Prefería desviar las charlas en contarle como era la Ciudad de Buenos Aires,
esas historias de avenidas, calles emblemáticas, cafetines, tango y rock,
hacían deslumbrar a la chica que soñaba desde muy pequeña con abrazar al
Obelisco Porteño.
Una tarde, cuando el ocaso amenazaba con menoscabar, los dos
se detuvieron frente a un árbol y sin mirarse ni pronunciar palabra alguna, se
tomaron de la mano hasta que ella, dando un giro con su cintura, tomó a Octavio
con ambas manos y lo besó. En el mismo silencio contemplativo se miraron y
creyeron que todo el dolor podía acabar, sintieron que una buena parte del
pasado había muerto ya.
El padre Laureano se mostró muy severo. Les prohibió volver
tan tarde alegando que “las tareas aquí no se hacen solas”. Octavio no lo
soportó y abrió la boca.
-¿Por que le molesta, padre, que seamos amigos?
Los ojos del religioso se llenaron de furia, se marcaron sus
arrugas naso labiales como nunca antes lo había visto Octavio y su voz fue un
grito horrible cuando le pronunció su deseo: “¡Quiero que te vayas ya mismo de
este lugar!”. El joven tomo su bolso y se fue. Ya a dos cuadras de la capilla encontró
a Marcelo, que volvía de hacer un recado, pero lo esquivó, así como si lo
considerase un traidor.
Igual que en la puta ciudad, era otra vez un vagabundo.
Se fue a la provincia de La Pampa y trabajó dos meses como ayudante en el
campo. Todos los dias se levantaba como el sol y se moría cuando se apagaba la última
vela. Aprendió a jugar al truco y se conmovió cuando vio como mataban a un
cerdo, desde ese día pidió que sus tareas sean con la tierra pero se lo
negaron, entonces tuvo que irse. Tenía algunos ahorros pero igual creía que no
le iba a durar mucho. Y robó, de sus empleadores, tres cajas de cigarrillos
rubios, fósforos, dos botellas de vino mendocino y un conejo negro al que
llevaba abrazado mientras deambulaba en la noche fría y sinuosa, alejándose del
campo, buscando el calor del maldito cemento… como si de algo le sirviera.
Contar lo mal que la paso Octavio en la calle sería morboso.
La gente se burlaba que un hombre llevase un conejo negro en sus brazos. Nunca
lo dejó, lo cuidaba como si tuviera un significado. Tal vez nos hace creer que
somos fuertes cuando debemos proteger a uno más débil, el ejercicio del poder
nos hace una jugada psicológica, la cual nos cambia, por espaciados momentos,
la visión del juego y nos llegamos a sentir fuertes. El frío, el sueño, el
hambre y la abstinencia de todo placer mundano, convertían a Octavio en un
desgraciado. Más de una vez soñaba con cruces y cristos, con las piernas de
Eugenia abriéndose para que él la penetrara y luego nazca José, con cara de
Cristo. Soñaba también con Natalia, muchas veces la tenía presente en sus
sueños, pero todo el tiempo la tenía viva en sus recuerdos y pensamientos, ni
siquiera los padecimientos más dolorosos podían superar la melancolía que le
causaba aquella mujer. ¿Cómo estaría? ¿Lo extrañaría también? Estas son las
cosas más leves que tuvo que soportar. Aunque todos cargamos con la cruz en
nuestros hombros, él parecía cargar con dos. Al menos el calor del pequeño mamífero
en sus manos era un alivio; y el sabor seco y amargo del tabaco, en sintonía
con su situación, le daba un ligero pero hermoso placer que intentaba prolongar
lo más posible. Al contrario de la vida, un cigarrillo era solo eso, un placer
finito.
Ni siquiera sabía en donde estaba. El paisaje del pueblo le
llamaba moderadamente la atención. Algunas húmedas luces amarillas apostadas a
los costados de una calle pavimentada parecían ser la única salida y por ese
camino fue; parando cada tanto para que el conejo comiera - momento que él
aprovechaba para fumar y descansar las piernas.- Observó con sorpresa que el
animal lo seguía, entonces no tuvo que cargarlo ya.
Fue un camionero quien lo ayudó. El gordo Charly, como se
hacía llamar, era un cordobés que transportaba desde Córdoba a Buenos Aires.
-¿Podes dejarme en Pigûe?- preguntó Octavio. El hombre le
dijo que no pasaba por ahí pero que en seis horas lo dejaría a doce kilómetros
del pueblo, si eso le servía. Aceptó, ya sabía caminar. Podría decirse que uno
aprende a caminar de adulto solo si dedica un tiempo de su vida a vagar por
cualquier camino, así como el viento, sin importarle a donde ir o tal vez
buscando algo, sin saber que, como el perfume de los rosales o las hojas que se
desprenden de los árboles en otoño, todas ellas amarillas, muchas de ellas
rojizas.
Charly le contó sus aventuras, de las prostitutas, de sus
hijas, de su esposa, más historias de prostitutas; hasta que Octavio se quedó
dormido y soñó con el campo en el que había trabajado cuatro meses antes. – Acá
llegamos. Es una pena que no te pueda llevar, pero voy con retraso. Al bajar
del camión, Octavio vio como Charly se detenía en un prostíbulo apostado al
costado de la ruta. No tenía sentido gesticular o pronunciar reproches, los
conejos no comprenden.
No sabía si confiar en su reloj, el tiempo a la intemperie
podría haberlo destruido; además, cuando uno vive como él vivió, el tiempo es
lo que menos importa. Volvió a ponerse en marcha, sentía el aroma de aquel
pueblo cada vez más cerca pero sabía que faltaba mucho para llegar. Dos perros
lo interceptaron y no lo dejarían pasar sin llevarse al conejo, pero Octavio lo
sujetó fuerte y les tuvo que cocear los hocicos cuando, entre gruñidos, los dos
se le acercaron amenazantes. Había hecho unos cuatro o cinco kilómetros cuando
se desvaneció en el suelo y perdió el conocimiento.
Se llamaban Chela y Mateo, eran dos campesinos que lo
encontraron tumbado entre el pastizal, volando de fiebre y delirando. Lo
primero que hizo fue preguntar por el conejo, pero la pareja de ancianos le
dijo que no había ningún conejo cuando lo encontraron, le devolvieron el bolso
y le preguntaron su nombre. Octavio les resumió su historia.
- ¿Al pueblo?- dijo Mateo con vos tranquila-
Si queres te llevo,
pero mañana, hoy no tengo que ir. Come algo, date un baño y descansa, estas débil,
padre.
–Muchas gracias…A los
dos.
Pudo afeitarse y arreglar su cabello, se limpió y se lavó
sus ropajes. Los campesinos le dieron cigarrillos, whisky y fósforos, y le
servían comida. Al amanecer, Mateo lo despertó temprano y los dos salieron en
la vieja camioneta Ford.
- Bueno, acá llegamos. ¿Qué vas a hacer ahora?
– Acá pertenezco –
mintió Octavio.
–Buena suerte y pasa cuando quieras. A la Chela le caíste bien.
Octavio volvió a agradecer y se despidieron. Le hubiese
gustado abrazarlo pero no se sentía con ánimos. Fue a una plaza (las conocía
bien) y ahí se quedó viendo a las nubes llegar lentamente, como si de pronto
anocheciera, como tantas veces las vio llegar.
La garua mojaba sus hombros; observó como la gente apuraba
el paso para que no los atrape la tormenta que estaba próxima. Entre las caras
de los desconocidos logro divisa a algunos que asistían a misa los domingos,
cuando el vivía en la capilla; y fue así que vio a Marcelo y a Natalia, corrían
entre todos los demás con el mismo fin: estar a salvo. Sintió que resucitaba, volvió
a recordar la cruz y al hijo, pero esta vez el era el cristo, el hijo que se
sacrifico y volvió luego a la vida, es más: Era Dios, y todo el mundo le pertenecía.
No se puede fumar bajo la lluvia, pero se puede pensar,
cerrar los ojos y pensar. No era muy complicado lo que había que hacer. Como un
ladrón se metió a la capilla. Los blancos muros colmados de altares eran como
un cementerio de santos: Una virgen, a la que imagino desnuda, una imagen de
San Cayetano, Jeremiah, San Jorge y Cristo, el maldito Cristo en la cruz. Co el
pelo y el ropaje calados abrió la puerta del cuarto de Natalia. –He
vuelto-pronuncio con fuerza, pero en la voz baja para no ser advertido.
Ella, que no esta dormida, sino rezando un rosario, dejo
caer las cuentas al suelo y se acerco a su hombre que la esperaba con lo brazos
abiertos. Entre besos y caricias de desesperación, las mujercita le pronunciaba
pocas palabras: “te amo, te extrañaba”. Y el viajero, con media alma resucitada
y la otra rota, guardaba silencio y solo hablaba con suspiros profundos
producidos por aquella agónica espera y que ahora con su regreso, que el mismo sentía
como una resurrección, la agonía había muerto. Cada vez más desnudos, los dos
fueron avanzando sin darse cuenta – o al menos eso parecía- hacia el cementerio
de santos; bajo los ojos de maderas moldeadas y la desaprobación de todo Dios,
si es que lo hay, se desnudaron completamente. Fue bajo el altar mas grande y
mundano, a los pies de aquella figura crucificada y del carmesí que brotaba de
sus heridas, de aquel Cristo que parecía estar gritando de dolor aun dos
milenio después de haber pasado su calvario, en donde Octavio, el resucitado,
la penetro y el jadeo de la mujer se esparció por el lugar como una blasfemia diabólica,
mas seria cruel el hecho de culparlos por que Dios dice ser amor y el amor, en
ese momento, era eso: dos cuerpos desnudos llenos de pasión, haciendo lo que
ese Dios les ordenase a sus dos primeras creaciones.
“…Comerás mi carne…
-Y Octavio y Natalia se comían la carne con sus besos-
…Y beberás mi sangre”.
- Mas aquel amor no precisaba violencia, era amor… sin
sangre.
_
“Entonces los declaro: Marido y Mujer”. Como una sentencia
de les sonaron a las dos palabras del padre Laureano. Ahora la paz y el amor
verdadero tendrían un espacio en sus vidas.
Sola, en un rinconcito de la ciudad, Eugenia lloraba lágrimas
diminutas, como piedritas de sal. No tenía más que la esperanza de volver a ver
a su hijo algún día, mas desconfiaba ya de todo. La esperanza a veces no
renace, la esperanza, a veces, ni siquiera esta.
Sin saber que suerte corría Octavio, la pobre mujer hacia lo
mismo, cuando el sol alumbraba ella desvestía las veredas con sus pasos, y era
por la noche cuando se desarmaba en mil pedazos y no veía mas que su triste
recuerdo, pero con los ojitos cerrados, ella veía en su memoria.
La casa no estaba mal. Octavio trabajaba como carpintero y
Natalia hacia mermeladas y conservas. Eran felices, así de simple. Todos los
domingos, Natalia visitaba la capilla para asistir a la misa que brindaba el
padre. Se sentaba lejos del Cristo, algo la hacia sentir culpa por allí.
Siempre que terminaba el sermón. El padre Laureano interrogaba a Natalia sobre
la vida con su marido. Hay que decir que el padre había intentado convencer
varias veces a Natalia de que Octavio no era para ella; así y todo, la mujer sabía
eludir al religioso y contestaba con las palabras justas.
El amor no les cabía en el cuerpo, así que hicieron un hijo
y lo llamaron Lucio, como el abuelo de Octavio. Y los tres reían entre los
robles del taller y la plaza del pueblo. Se amaban y se ilusionaban con el
futuro.
Octavio quiso contarle todo a Eugenia pero no se sentía
listo así que decidió esperar: habían decidido ir a Capital Federal cuando
Lucio tuviera cinco años para que disfrutara como se debe, ahí visitarían a
Eugenia. Cuando el chico cumplió los cuatro comenzaron a ahorrar.
El cigarrillo estaba casi por chamuscarle los dedos. La
pobre mujer se sentía miserable. Ya sus ojos estaban siempre húmedos y heridos,
casi no hablaba y comía una vez al día.
- ¡Mi nene! Te necesito-balbuceo con amargura. A su lado José
estaba sentado y la abrazaba, mas ella no lo sentía, de alguna forma, ella no
lo quería.
El tres de Octubre de 1994 Octavio fue asesinado a sangre fría
de un tiro en la espalda. Algunos dicen haber visto por ahí a un policía
retirado, mano derecha del comisario Rojas, quien, a su vez, era íntimo amigo
del padre Laureano; otros creen que los motivos podrían a ser otros, pero el más
plausible es el primero, para los investigadores. En los que todos concuerdan,
cuando cuentan el relato, es que en el cementerio, cerca de la tumba de
Octavio, un conejo negro se pasea todos los días, incluso cuando llueve.